SPAL
La proximidad del agua ha sido desde siempre una
de las principales motivaciones de los diferentes grupos humanos para asentarse
en un lugar u otro. Así, los ríos se fueron convirtiendo en núcleos
fundamentales de emplazamientos urbanos, atraídos por la presencia de agua
potable y la posibilidad de explotación de los acuíferos aluviales.
La historia de las grandes civilizaciones está
ligada al agua en general y a los ríos en particular, ya que por ellos
transcurre el comercio, las ideas y la cultura, los ejércitos y las conquistas.
Es así que el agua se transforma en creadora de ciudades, dando lugar a su
morfología y posterior urbanismo.
El primer poblamiento estable del entorno de
Sevilla se dio en los bordes orientales del Aljarafe y esporádicamente en la
llanura aluvial, debido a que estas poblaciones de la edad del cobre preferían
emplazamientos a media altura que les protegiera de posibles inundaciones y les
proporcionara a la vez, visibilidad ante posibles ataques de grupos rivales
atraídos por los excedentes alimenticios agropecuarios procedentes del río.
En la segunda mitad del s. VIII a. C. surgen
nuevos poblados en la baja llanura aluvial, afincándose éstos, en el Cerro de
la Cabeza, (Santiponce); el Cerro Macareno (San José de la Rinconada), La
Algaba y Sevilla, convirtiéndose ésta última en un suburbio portuario y
comercial del rico núcleo tartésico del Carambolo.
Esta Sevilla primitiva se emplaza al noroeste de
un islote emergido entre los meandros y brazos del Guadalquivir con una
superficie ovalada de unos 300 metros, norte- sur por 100 metros este-oeste lo
que correspondía a una población de 600 habitantes.
Esta zona se enmarcaba en el tramo final del,
llamado por los romanos, Lago Ligustino, una zona especialmente fértil que dio
paso a una floreciente agricultura de regadío lo que unido a la navegabilidad
del rio y a los avances en transporte fluvial convirtieron a esta sociedad en
una crisol de civilizaciones.
Y fueron los fenicios, uno de los pueblos con los
que se mantuvieron importantes relaciones comerciales. Ya en el siglo VII y VI
a.C. Sevilla se convirtió en un emporio comercial de carácter orientalizante,
gracias al tráfico fluvial que permitía el río Guadalquivir.
La presencia de fenicios en la antigua Sevilla se
encuentra constatada en el topónimo Spal que en diversas lenguas semíticas
significa: “zona baja”, llanura verde” o “valle profundo”, siendo ésta una de
las posibles teorías con respecto al origen del nombre de Sevilla. Es entonces
cuando la ciudad se expande con una primitiva arquitectura oriental de espaciosas
casas de planta rectangular, de zócalos de piedra y muros de adobe encalados y
pintados de almagro en la que convivían tartesios y fenicios.
En el siglo V-IV a.C. un incendio asola el
carambolo que además de dejar de ser centro de poder, desaparece abruptamente,
siendo absorbido por la población de Sevilla. Esto repercute negativamente en
el comercio con los fenicios y da lugar a una crisis que da paso a un momento
de rehabilitación del mundo ibero-púnico-turdetano.
Y el siglo III a.C. supone una notable
recuperación económica, a pesar de las convulsiones provocadas por las guerras
que culminarían con la destrucción general de la ciudad por las legiones de
Escipión tras la batalla de Ilipa.
Bibliografía:
El Agua en la Provincia de Sevilla.
Paisaje, Cultura y Medio Ambiente. Instituto Geológico y Minero de
España. Diputación de Sevilla
Pellicer Catalán, M. La emergencia de Sevilla.
HISPALIS
Año 206 a.C., Publio
Cornelio Escisión, “el Africano”, vence e los cartaginenses en la batalla de
Ilipa Magna (Alcalá del Río), y establece un contingente de soldados veteranos
en Itálica, produciéndose un nuevo proceso colonizador: Roma llega a orillas
del Guadalquivir. Y con Roma llega una nueva cultura, en la que la presencia
del agua es primordial.
El agua en la
civilización romana
Las culturas prerromanas tenían también
incorporadas su propia cultura del agua, pero es con la romanización cuando
realmente el agua adquiere un valor de mayores dimensiones. Es símbolo de
dominio de la Civitas sobre la rusticitas, es decir las transformaciones
romanas sobre la barbarie. Es propaganda de la grandeza de Roma. Es ejemplo de
legitimación social y es sobre todo elemento de civilización: en la Agricultura
con los sistemas de regadío, en las Ciudades con el abastecimiento urbano; en
la Ingeniería Civil y Urbanismo con los acueductos como su máximo exponente y
en Medicina Pública e Higiene Social con las termas y el termalismo. Todo esto
justificaría las construcciones de presas, norias, acequias, balnearios,
acueductos, termas y baños, aguas subterráneas y medicinales.
Por ello el historiador griego Dionisio de
Halicarnaso expresaría: “(…) Al menos yo, entre las tres construcciones más
magníficas de Roma por las que principalmente se muestra su poder, coloco los
acueductos, los pavimentos en los caminos y las obras de las cloacas (…)”.
Y el historiador romano Plinio escribiría:
“(…) Pero si alguien calculara cuidadosamente la cantidad de agua de los
suministros públicos, baños, depósitos, casas, zanjas, jardines y villas
suburbanas y por la distancia que deben atravesar, los arcos construidos, las
montañas perforadas, los valles nivelados; tendremos que confesar que nunca ha
habido nada más maravilloso en todo el mundo. (…)”
Los distintos usos del agua forman una de las
características básicas de la civilización romana, llegando a considerarse la
provisión de agua potable a las ciudades una de las grandes señas de identidad
del orden romano.
Tres fueron las principales acciones relacionadas
con el agua en el mundo romano: La construcción de importantes obras
hidráulicas destinadas al abastecimiento y en menor medida al riego; la
ejecución de redes de distribución y la implantación de procedimientos de
reparto de agua que requerían unos elementos hidráulicos adecuados.
El sistema de abastecimiento que desarrolló la
sociedad romana para tener agua corriente en las casas y calles con una calidad
de suministro no se repitió hasta bien avanzado el siglo XIX y en algunos casos
tuvo que esperar hasta la primera mitad del siglo XX.
El
abastecimiento de agua en Hispalis
La gran mayoría de las ciudades se asientan sobre
la ribera de un río, normalmente caudaloso, como es el caso del Guadalquivir.
Pero, los romanos no usaban esas aguas del río para consumo humano, buscaban
aguas limpias, puras y lo más sanas y agradables al gusto y tacto.
Para llevar esas aguas a las ciudades construían
grandes acueductos o canales subterráneos.
La construcción de acueductos corría a cargo del
emperador o era autorizada por éste. Lo usual era que el emperador autorizase
la realización de una obra tan provechosa para la ciudad y que ésta fuese
sufragada con fondos municipales o con aportaciones de particulares. Esto
quedaba patente mediante la colocación de inscripciones que atestiguaban el
patrocinio. Sólo en los casos en los cuales las autoridades locales mostraban
una manifiesta incapacidad de gestionar su construcción, bien por dificultades
técnicas o por ineficacia operativa se destinaban expertos y recursos
“estatales” a su ejecución.
Éste no fue el caso del acueducto de Híspalis,
puesto que la misma topografía de su recorrido no debió requerir grandes
alardes técnicos y la capacidad de recepción de la cisterna final no indica
tampoco la necesidad de un excesivo caudal.
De este acueducto sólo han sido detectados con
cierta seguridad algunos tramos subterráneos en su cabecera, próximos a la
fuente original de aprovisionamiento ubicada en Alcalá de Guadaíra donde se
encontraba la fuente original de aprovisionamiento de agua destinada a la
ciudad romana de Híspalis.
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Desde Alcalá de Guadaíra se traía ese agua
conducida sobre un acueducto que además procuraba que mantuviera las mejores
condiciones de salubridad para su posterior consumo.
De ese acueducto tenemos noticias gracias al
cronista almohade Ibn Sahib al –Sala en el siglo XII a propósito de un hallazgo
de un tramo antiguo, mientras se construía uno nuevo, conservado parcialmente
hasta la actualidad y conocido como los “caños de Carmona”.
Estas magníficas construcciones hidráulicas
confirieron a los romanos la categoría de grandes maestros en ingeniería,
obsesionados en mantener un suministro continuo de agua en las ciudades y en
que ese suministro además fuera de calidad.
Para ello, las conducciones de los acueductos
contaban con pozos de decantación en los que se quedaban las partículas
retenidas para su posterior limpieza tras revisiones periódicas.
Tanto estos acueductos como las conducciones bajo
tierra en forma de canales cubiertos llevaban el agua a las ciudades y la
acumulaban en un gran depósito denominado “castellum aquae” desde el que se
distribuiría por las redes de tuberías que cruzaban las urbes.
El “castellum aquae” en Híspalis probablemente se
encontrara ubicado en la Plaza de la Pescadería, según se ha podido constatar
tras los restos arqueológicos encontrados y datados en el siglo I. d.C., por
tratarse de un punto elevado de la ciudad, desde el cual por medio de la
gravedad poder distribuir el agua hasta los puntos más alejados.
Esta construcción de ladrillo en las caras
externas y relleno de mortero de cal reforzado con diferentes materiales de
acarreo, logrando un espesor de 1,5 metros, era de planta rectangular
organizada en tres naves longitudinales, comunicadas entre sí mediante vanos
rematados en arcos de medio punto.
Se calcula que las dimensiones totales de esta
cisterna serían de 45 metros de largo por 20 metros de ancho, midiendo cada una
de las naves 41 metros de longitud y 5 metros de anchura. Y la cubierta de las
naves debió llevarse a cabo mediante bóvedas de medio cañón.
El hecho de haberse encontrado una línea pintada
de minio a lo largo de una de las paredes internas del depósito situada a 1,8
metros del suelo, hace pensar en un mecanismo de control de la reserva del
depósito, habiéndose detectado marcas dejadas por el agua por encima y por
debajo de dicha línea. Es así que se le ha podido calcular una capacidad media
de 1.173,28 m3 de agua.
Este agua se destinaba fundamentalmente al
abastecimiento de las fuentes públicas, lugares en los que se proveía la
mayoría de la población; se abastecían las termas y demás servicios públicos y
en menor medida se destinaba a ciudadanos particulares, para su uso doméstico o
para su empleo en actividades industriales o artesanales, constatando cómo la
ciudad se configuraba como un incipiente emporio comercial en expansión.
No obstante, la instalación de este servicio de
agua corriente no supuso la eliminación del aprovisionamiento doméstico
mediante pozos, por lo que siguen existiendo pozos en algunas viviendas
documentadas a lo largo de toda la ciudad. Esto respondió a un uso diferenciado
del agua corriente y de la procedente de los pozos, en los casos en que se ha
constatado la cercanía de fuentes públicas, mientras que en otras ocasiones
pudo responder a la imposibilidad de abastecimiento de agua corriente debido al
desnivel topográfico.
Estos vestigios parecen coincidir con una célebre
cita del historiador romano Plinio el Viejo en la cual refiere la incidencia de
las mareas sobre un pozo de la ciudad.
Por otra parte, estos pozos se encontraban
mayoritariamente fuera del recinto urbano, respondiendo al fenómeno de
expansión periurbana extramuros que coincidía además con el auge de la
actividad portuaria. Los hallazgos más numerosos de este momento se concentran
en la Plaza de la Encarnación, destacando por su rareza la presencia de una
posible cisterna que pudiera abastecerse en parte del agua procedente del nivel
freático y en parte de la lluvia.
Tubería de barro para presión. Museo de San Isidoro de León y Museo del Agua de Rómul Gabarró
Tubería de gran calibre de plomo. Museo del Foro Romano de Zaragoza
Tubería de gran calibre de plomo. Museo del Foro Romano de Zaragoza
Entre finales del siglo I d. C e inicios del
siglo II tuvo lugar una transformación importante en el aprovisionamiento
urbano de agua en Híspalis mediante el establecimiento de una red general del
agua desde fuentes adecuadas, a través de un acueducto, su recepción en un gran
depósito emplazado en la ciudad, “castellum aquae” y el trazado de la red de
distribución. No obstante, la instalación de este servicio de agua corriente no
supuso la eliminación del aprovisionamiento doméstico mediante pozos.
La división de las distintas redes de abastecimiento
se realizaba desde el mismo “Castellum Aquae” de la Plaza de la Pescadería
mediante salidas diferenciadas hacia las respectivas redes independientes
destinadas a suministrar agua a cada una de las actividades que según el
historiador romano Sexto Julio Frontino (c. 30-105 d.C) eran: el abastecimiento
de las fuentes públicas, donde se suministraba la mayoría de la población, las
termas y demás servicios públicos y por último a ciudadanos particulares, para
su uso doméstico o para su empleo en actividades industriales o balnea, termas
de gestión privada.
Esta distribución urbana se hacía mediante
canalizaciones denominadas “fistulae aquariae” que fueron realizadas en
distintos materiales, siendo los más comunes el barro y el plomo. Restos
arqueológicos de estas canalizaciones son las encontradas en Itálica y que como
era habitual hacen referencia tanto al nombre de la ciudad: “Colonia Aeliae
Augustae Italicensis” (CIL A II 579), como a la implicación imperial en su
ampliación: “Imperatoris Caesaris Hadriani Augusti” (CIL A II 366).
Según el arquitecto romano Marco Lucio Vitrubio
(s. I a. C), una vez que el agua llegaba a la ciudad, tres eran las maneras de
conducirla: “rivis per canales
structiles, aut fistulis plumbeis, seu tubulis fictilibus”. Las tuberías de madera, piedra o
cerámica recibían el nombre latino de tubuli, mientras que el término de
fístula se reservaba para conducciones realizadas en metal, casi siempre plomo
y en contadas ocasiones el bronce.
Vitrubio al describir los tipos de tuberías
expresa que son más aconsejables las de cerámica, ya que el plomo con el agua
produce albayalde, un compuesto blanquecino poco saludable. Generalmente eran
de gran diámetro, encajando una dentro de la otra mediante un sencillo sistema
de machihembrado, cubriéndose el empalme con mortero de cal que Vitrubio
recomendaba que se amasase con aceite para que la impermeabilidad fuera más
efectiva. Estas tuberías eran más económicas, de reparaciones más fáciles y más
salubres. Las de madera, si se recubrían de tierra podían durar años, y las de
piedra se utilizaban para resistentes canales y conductos como los sifones. Las
tuberías de plomo tomaban su nombre de la longitud en dedos que tenían las
placas antes de ser curvadas y aunque Vitrubio desaconsejaba su uso, estuvieron
muy extendidas, probablemente debido a su durabilidad y a la facilidad de
su trabajo sobre el terreno.
Estas tuberías eran colocadas bajo la superficie
de las calles a escasa profundidad, lo que favoreció su robo, por lo que son
escasísimos los restos arqueológicos, sólo tres en Híspalis, uno en la calle
Argote de Molina, y dos en la Plaza de la Encarnación, correspondiendo a una
conexión de dos estanques de casas colindantes y el otro a una fuente doméstica.
La diversificación en el uso y disfrute del agua,
obligó a las autoridades a tener un control efectivo sobre su consumo,
con un doble fin: recaudatorio mediante el pago de tasas por gasto de agua y
administrativo para mejorar la distribución y servicio público de suministro. Ese
control se llevó a cabo mediante tres actuaciones diferentes: contadores
de agua, mediciones y registros e inspección de conducciones y concesiones.
Para la medición del consumo lo hacían teniendo
en cuenta el tamaño de la tubería y para ello utilizaban una medida: la
“quinaria” que equivalía a 4,19 cm2. No se sabe a ciencia cierta su autoría, no
obstante diversos autores coinciden en que se hizo en tiempos de Vitrubio y del
general Marco Agrippa (c. 3 a c. 12 a.C).
Los antiguos romanos concebían la distribución
del agua como el logro de llevar el río a la ciudad, preservándolo en canales,
para que no dejara de tener las mismas características que en su captación y en
funcionamiento continuo. El agua entraba continuamente en la conducción central
y salía continuamente de los múltiples ramales. Cuando se cerraba un grifo, el
agua no se paraba sino que continuaba por otro ramal hasta desaguar.
Estas aguas sobrantes conocidas como “aquae
caducae” eran útiles como mecanismo de limpieza de las calles y de la red de saneamiento
urbana. Algunas normativas municipales como la Lex Ursonensis (Ley
de Osuna) permitían a los magistrados municipales la venta de este agua
sobrante a particulares si esto no suponía un perjuicio para los intereses de
los restantes habitantes.
El político romano Sexto Julio Frontino (40 d.
C.- 103 d. C) expresó en uno de sus escritos: “Deseo que nadie se lleve agua
excedente a no ser aquellos que dispongan de una concesión mía o de los
emperadores precedentes. Pues es necesario que una parte de su agua se desborde
de los depósitos, porque no sólo conviene a la salubridad de nuestra ciudad
sino también para limpiar las alcantarillas”.
Así el saneamiento urbano en
Híspalis, como en todas las ciudades del mundo romano tuvo como objetivo
principal drenar el agua de lluvia y los excedentes de consumo de los espacios
habitados hacia el río.
Este saneamiento pudo basarse en una utilización
de las cuencas de drenaje natural derivadas de las pendientes del terreno, de
modo que con las escorrentías se limpiaba el viario. Pero en las zonas en donde
se acumulaban las aguas del drenaje natural como en la
zona norte de la Encarnación, hubo que encauzar artificialmente estos caudales
construyendo una red de cloacas hacia el exterior de la zona edificada. Podría
ser éste el caso de la pequeña cloaca localizada en el antiguo cine Imperial de
Triana que drenaba directamente hacia el río.
A finales del s. I y comienzos del s. II la red
de saneamiento de Híspalis experimentó una importante transformación
motivada por el aumento de las necesidades de evacuación, lo que supuso la
sustitución de las antiguas cloacas por una red de alcantarillado definida como
un modelo centralizado dotado de colectores, emplazados en
los ejes principales del viario, a los que conectan galerías
menores denominadas cloaculae, procedentes de calles secundarias. Esta red se
compuso de cloacas abovedadas que discurrían por el centro de las vías de
mayores dimensiones y por tanto de mayor capacidad de
evacuación. Se completaba la red de saneamiento con la instalación de
aliviaderos por todas las calles de la ciudad destinados a recoger todas las
aguas de lluvia.
El mantenimiento y la conservación de esta red de
saneamiento fue reduciéndose con el paso del tiempo, de modo que a
partir de la segunda mitad del s. IV y durante todo el
s. V fueron continuos los expolios de las cubiertas de esta red de
cloacas que dejó de funcionar definitivamente a principios del s. VI
coincidiendo con el abandono de la ocupación del sector urbano de la
Encarnación.
El sistema de saneamiento del mundo romano
también contaba con letrinas que podían ser públicas y privadas, siendo estas
últimas muy minoritarias. Sólo los más pudientes tendrían letrinas en sus
residencias, por lo que el hecho de acudir a las letrinas públicas, llamadas
foricae, era un modo de socialización similar en importancia a las termas. Así
el poeta y escritor hispano Marco Valerio Marcial critica en uno de sus
escritos que un tal Vacerra pasara el día entero sentado en una y otra letrina
esperando que alguien le invitara a cenar.
Medidas y control del consumo
Los antiguos romanos han sido nuestros mejores
maestros en la construcción hidráulica, en la manipulación consciente de los
recursos hídricos y también en el control del agua consumida. Todas las
asignaciones y concesiones de agua se anotaban en los registros oficiales del
procurador de aguas “procurator aquarum” que dependía directamente del “curator
de aguas” en estos registros se detallaba tanto el aforo de cada conducción que
se daba a los caudales de agua, como en el de los depósitos partidores y
concesiones.
Contadores y
fraudes
Para su verificación según Frontino, se
inspeccionaban las concesiones, los canales, los partidores y los contadores,
utilizando aparatos sencillos y a cargo del curator de agua.
También existía el cuarto de contadores formado
por una plaza rectangular o circular horizontal de la que salía una tubería con
un precinto del procurador “aquarium”, que no se podía tocar sin expresa
autorización. Aunque no se han encontrado restos de estos cuartos de
contadores sí se han hallado algunos contadores o “calix” que tomaban ese
nombre por la forma que tenían parecida a una copa.
Al igual que en la actualidad, estas obras de
ingeniería requerían un mantenimiento y una reparación constante que ha sido
contrastada en escritos de Frontino: “… los acueductos se deterioran por el
paso del tiempo, por los abusos de los propietarios, por violentos temporales o
por defectos de una construcción mal realizada, hecho que sucede muy a menudo
en las obras recientes …” Incluso aconseja la fecha en la que se deben realizar
las reparaciones evitando que se hiciera en verano, estación en la que había
mayor demanda, emplazando las obras a la primavera o el otoño.
Ni los
romanos se libraron de la picaresca
Y también en los informes de Frontino han quedado
registrados los fraudes generalizados en el uso y distribución del agua. Estos
fraudes, Frontino los clasifica en tres tipos: fraudes técnicos, en el partidor
y en canales y tuberías. Los técnicos eran los más sofisticados al alterar las
prescripciones técnicas en las secciones normalizadas, instituidas por Agrippa,
con el fin de sustraer agua. Para ello alteraban las sección de entrada del
agua en la tubería que era la que medía el caudal, y también manipulaban la
sección de la tubería de salida alterando sustancialmente el resultando del
consumo.
El segundo tipo de fraude se daba en el partidor,
habiéndose descubierto partidores que salían de los depósitos con una sección
mayor que la otrogada y en algunos casos ni siquiera estaban precintados,
poniendo de manifiesto el fraude por parte del administrador o “procurator
aquarum”, si el partidor esta precintado o el fraude únicamente del
beneficiario y del intendente “villici”, si carecía de precinto. También fueron
frecuentes los fraudes por parte de los fontaneros que cuando la concesión de
agua pasaba a un nuevo propietario, en lugar de dejar la antigua abertura del
depósito superponían una nueva de la que sustraían el agua para venderla.
Y el último de los tipos de fraude descritos por
frontino se daba en las tuberías y canales y al que denominaron “punzadura” o
“puncta” y consistía en abrir una pequeña zanja que dejaba al descubierto la
tubería de gran calibre y tras pincharla se se savaba un ramal.
Los balnea y el termalismo
Los usos del agua en el mundo romano no se
limitaron únicamente al abastecimiento humano o al riego de las cosechas,
también las termas, los balnearios y la utilización ritual del agua fue
importante en esta cultura.
Los balnea o baños de gestión privada fueron en
Hispalis uno de los principales puntos de consumo privado. La mayor parte de
ellos se situaban en el sector suroccidental de la ciudad, en clara conexión
con la zona de concentración de las actividades portuarias y también favorecido
por las facilidades que la topografía antigua ofrecía para la distribución del
agua procedente del “Castellum” de la Plaza de la Pescadería. Del gusto romano
por el baño diario, dejó constancia Séneca al describir que se lavaban todos
los días la cara, los brazos y las piernas y tomaban un baño completo cada 9
días.
En cuanto al termalismo fue muy extendido en la
cultura romana. La atracción de los balnearios por la curación con unas
determinadas aguas en el lugar donde brotaban constituyó uno de los motivos
principales para los viajes y desplazamientos a todo lo largo de la época
romana.
Y con respecto a la ritualidad , la presencia del
agua en una constante en todas las religiones, por lo que el panteón romano
también contaba con numerosas divinidades de las aguas y el agua termal suponía
un potencial extraordinario en los diferentes rituales, superando en muchos
casos su función terapáutica.
Roma nos regaló la cultura del agua e Híspalis
integrándola en el acervo de los pueblos que llegaron después la ha perpetuado
hasta nuestros días.
Bibliografía
Sánchez, E. y Gonzálbez Cravioto, E. Los usos del agua en la Hispania romana. Universidad de Granada y Universidad de Castilla-La Mancha
Lloret, T. Edilicia Romana. DVD
Hernández Sánchez-Barba, M. Cultura del agua en Hispania.
De la Peña Olivas, J.M. Sistemas romanos de abastecimiento
de agua. Centro de Estudios y Experimentación de Obras Pública, Cedex.
Gonzalez Acuña, D. La civilización del agua en la
Híspalis Romana. Academia Edu.
Egea Vivancos. A. Fuentes literarias aplicadas al estudio de la
ingenieria hidráulica romana. Universidad de Murcia.
IXBILIA
Si Roma nos regaló la cultura del agua, fue el
mundo árabe quien elevó el gozo por el agua hasta sus más altas cimas,
dotándolo incluso de un elaborado refinamiento. Es a los almohades de
Ixbilia a los que les debemos la reforma y construcción del acueducto conocido
como “Caños de Carmona” que elevaron en el año 1171 sobre la base y eje de los
pilares del antiguo acueducto romano, logrando que la ciudad fuera una de las
mejores dotadas de agua de su tiempo, atendiendo a fuentes públicas, regadíos
de huerta y recintos palaciegos.
El acueducto romano sufrió un largo abandono
desde la época del bajo imperio romano, no obstante, logró constituir a todos
los efectos el recurso más abundante y mejor organizado para dotar a la ciudad
y sus habitantes del agua que se necesitaba para sus casas, palacios, conventos
y plazas.
Restaurado por la actuación de los califas
almohades, mantenido por generaciones de “maestros cañeros” de raigambre
mudéjar y morisca, fue objeto del interés y de los cuidados tanto de los
constructores del renacimiento como de los ingenieros de los tiempos modernos,
permitiendo que el tramo restaurado por Emasesa llegue hasta nuestros días.
Pero desde el fin del Imperio Romano en el s. V
hasta la llegada a la península de los musulmanes en el año 711, la historia de
Sevilla es la historia del mundo visigodo en el que, a excepción de las luces
que irradiaron San Isidoro y san Leandro, fueron demasiadas las sombras.
Una vez el islam en la ciudad, habiendo
conquistado pausadamente la cultura y la sociedad, dio paso en el año 1147 a la
llegada de los almohades y con ellos el tiempo de mayor esplendor urbanístico y
cultural.
Ixbilia será así una de las ciudades más
importantes desde el momento de su conquista.
Tras superar la inicial hostilidad de los
sevillanos, el califa Abd al-Mumin se hizo dueño de Sevilla a la que su hijo y
sucesor Abu Yusuf (1163-1168) daría el rango de capital de los dominios
almohades en al-Andalus.
Si la etapa almohade fue relativamente breve (70
años) la herencia que el califato magrebí dejó en Sevilla no pudo ser más
fastuosa.
Cuando los primeros contingentes árabes llegan al
área de Sevilla al final del verano de 712 trajeron consigo todo el universo
simbólico de los desiertos de Arabia, cuyo paisaje ideal eran los oasis donde
se refugiaban sus antepasados durante las etapas de sus marchas por las arenas
de la Península Arábiga. La idea de Sevilla-oasis, la idea de la antigua
Ixbilia ligada al agua se puede encontrar en todos los aspectos de la vida
ciudadana.
La relación de Ixbilia con el agua marca una
continuidad desde la época visigoda hasta la árabe o la bajomedieval. Los
autores árabes sevillanos muestran como la misma ubicación de la ciudad es
producto del agua: el lugar donde llegan las mareas a través del curso del
Guadalquivir.
La misma ubicación de Ixbilia está en conexión
con el acarreo de agua potable para una población que irá incrementándose entre
los siglos VIII y XIII.
Incluso el agua alcanza las denominaciones de
personas y lugares. En uno de los últimos poemas, antes de morir en 1095, al-Mutamid
el antiguo señor taifa de Ixbilia, condenado al destierro, denominaba a su
familia como los Banu
Ma as-Samaa, los “hijos del agua del cielo”. Y la mayor parte de las
referencias textuales que mencionan a Ixbilia en relación el agua y sus usos, remiten
a una ciudad viviendo de cara al Guadalquivir.
La Ixbilia almohade se erige como demostración de
la supremacía de este pueblo que no se limita a las construcciones políticas o
religiosas, sino que abarca también ostentosas infraestructuras
hidráulicas, emulando a los antiguos romanos y recreándose a su vez como
imperio. Así, destaca la restauración de los Caños de Carmona, construcción que
abastecía de agua a la ciudad en época romana y a la que los almohades vuelven
a poner en valor. Con ello proporcionaban agua potable a través de
un gran aljibe alimentado por las aguas conducidas desde Alcalá del
Río mediante un sistema de acueductos y canales subterráneos.
Pero Ixbilia también heredó de los romanos el
saneamiento, al disponer de una red de alcantarillas y desagües que corrían por
debajo de los suelos y patios.
En relación al abastecimiento fue el gobernador
almohade, camino de Marrakech para convertirse en el Califa Abu Yúsuf Yáqub
al-Mansur, el que ordenó la obra pública que completaba la red de pozos
urbanos: los Caños de Carmona que traerán
el agua desde Alcalá de Guadaíra. A partir de diversas
ramificaciones y depósitos, esta construcción suministraba agua potable
corriente a edificios públicos, palacios, residencias de las clases altas, a
algunos depósitos y pilares para el consumo de la población, así como a las
huertas de los alrededores.
No obstante la conducción almohade, originalmente
concebida para surtir de agua sólo los palacios y jardines del califa,
finalmente suministró agua a una extensión mínima de la ciudad, la más cercana
al frente occidental de la muralla, ubicada entre la puerta de Carmona y
el Dar al-Imara.
La mayoría de la población se abastecía de pozos
cuya agua era de escasa calidad, por lo que se complementaba con la que
acarreaban los aguadores y la de algunas fuentes de los contornos. Los pozos
domésticos y públicos servían para cubrir las necesidades de higiene y
limpieza, de baños e industrias y el abrevaje del ganado, ubicándose
fundamentalmente en los patios de las casas, y
eran corrientes también los aljibes que
acumulaban agua de lluvia para uso doméstico. Para el consumo de boca se
disponía además del agua que los aguadores o
azacanes tomaban de un pontón río arriba de la
ciudad, donde era menor el efecto salobre de las mareas y la contaminación de
las aguas residuales.
Por otra parte, el agua también abastecía los
baños (hamman) situados cerca de la mezquita por
su carácter de purificación y ritual. Éstos también se remontan a la época
clásica, pero los musulmanes los dotan de un significado religioso, eran baños
para purificar antes de la oración, por lo que a
menudo se colocaban cercanos a las mezquitas. Con horarios separados para
hombres y mujeres, el baño atiende el cuidado corporal y además de
purificar antes de la oración, es lugar de encuentro para las relaciones
sociales. En ellos se utiliza agua de pozo o traída por acequias y conducciones
que se almacena en pilas o depósitos y se calienta con fuego de leña.
Y las mezquitas también requerían de un aporte
continuo de agua para la realización de abluciones, lo que les llevaba a
levantar junto al oratorio un amplio patio ajardinado con una fuente central,
abastecida por las aguas de una gran aljibe subterráneo.
Si las deficiencias en la distribución de agua
potable resultaban considerables, los sistemas de recogida y evacuación de agua
residuales eran precarios o inexistentes en muchos barrios. La evacuación de
aguas de casas e industrial como mataderos, tenerías, almazaras, etc. es
deficiente, abundan los pozos negros y sólo algunas zonas cuentan con
madronas o cloacas. A veces, además los desagües acababan en las lagunas y
charcas del interior de la ciudad. Incluso, era práctica común
arrojar a la calle las aguas sucias que terminaban infiltrándose en el suelo y
contaminando el acuífero.
Del siglo XII conocemos la existencia de una
conducción de aguas residuales, una infraestructura que posiblemente no
abarcaba todo el espacio urbano y que fue citada por Ibn Sánib as-Sala al
registrar las obras públicas almohades de finales de siglo. Las letrinas solían
ocupar un espacio reducido que se situaban con frecuencia cerca de las
puertas, zaguanes o aprovechando el hueco de la escalera.
No obstante y a pesar de todo ello, Ixbilia nos
dejó su bella impronta en una ciudad que la ha perpetuado a través de los
siglos. La mayor parte del actual casco histórico corresponde a la urbe trazada
por los almohades. Algunos de los monumentos más representativos de Sevilla,
como la Giralda, la Torre del Oro, el acueducto de los Caños de Carmona o buena
parte del Alcázar son almohades e incluso el refinado ambiente de las calles y
adarves de aquel tiempo lejano, el sosiego de los patios y jardines y el
hermoso sonido de las fuentes, se han convertido hoy en señas de identidad de
Sevilla, sobreviviendo al paso de los años y llegando hasta nuestros días.
Bibliografía:
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.
Agua,
territorio y ciudad. Sevilla Almohade, 1248. Agencia
Andaluza del Agua. Consejería de Medio Ambiente, Junta de Andalucía.
LA SEVILLA CRISTIANA MEDIEVAL
El agua: privilegio y gracia del Rey
Si durante el tiempo de los romanos y en la época
de los almohades el agua que traía el Acueducto servía
para abastecer a la población de Sevilla, fue con la llegada de
los reyes cristianos cuando todo esto cambió. El agua de calidad
que llegaba a la ciudad se convirtió en un privilegio para el
consumo de nobles y clero y para ser vertida en los patios de los
grandes palacios
residenciales y en los claustros conventuales antes que
en las fuentes públicas .
Un privilegio dado por Alfonso X en 1252
(conocido como el Privilegio de los Molinos) permitió al rey Fernando III reservarse la propiedad y el uso de toda el agua así como del
acueducto restaurado hacía tan sólo 80 años antes por los almohades, y dejaba en manos de la ciudad su mantenimiento y
reparación, así como el pago de los trabajos y los materiales
necesarios para dejar la muralla y las puertas estancas ante el riesgo de una avenida del rio. A cambio otorgaba al concejo la
propiedad y la renta que rindiesen los nueve molinos harineros
situados sobre el canal de los Caños, así como el agua que iba a
dos fuentes situadas en el interior de la ciudad. Muy pronto
se demostró que aunque la renta de los molinos era considerable,
no servía para cubrir los enormes gastos de mantenimiento
del acueducto, por lo que el mencionado privilegio lo que
permitió fue que
quien
reparaba y mantenía el acueducto no podía disponer de su agua, mientras que quien la disfrutaba se
encontraba ajeno a los problemas de reparaciones que pudieran presentarse. Con esto, los monarcas cristianos nunca pudieron presumir
de haber proporcionado a la ciudad de Sevilla un agua de
superior calidad a la traída del río o a la que se sacaba de los pozos, a pesar de que había agua en suficientes cantidades como
para poder haberlo hecho. Esto también se debió a la
ausencia de los monarcas de la ciudad durante gran parte de la
Edad Media, de modo que esta forma de ganar prestigio quedó en manos del poder municipal cuando este pudo permitirse acceder al agua.
Los principales acaparadores del agua estaban
representados por: los duques de Alcalá, poseedores de la Huerta del
Rey y los grandes conventos cercanos a los Caños y durante
los litigios que enfrentaron a la ciudad con los duques a cuenta del exceso
de agua utilizada, siempre los reyes apoyaron a los
duques en detrimento de la ciudanía.
Y en cuanto a quienes mas cantidades de agua
robaban y defraudaban se encontraban los conventos situados
cerca de los caños y las explotaciones agropecuarias
pertenecientes al clero.
Por lo que amparados en la inmunidad eclesiástica
cometieron los mayores desafueros.
Fue así como el acueducto que permaneció en manos de la monarquía hasta bien entrado el siglo XIX se
convirtió en el protagonista de una paradoja en la que quien mantiene y subvenciona la infraestructura no la puede
aprovechar y quien dispone del agua la utiliza sólo para el interior
de los palacios y jardines y en algunos casos para
surtir las reales Fábricas de Moneda, Atarazanas, Casa Lonja y más tarde la
Fábrica de Tabacos. Esto puede explicar la condena a la que
se sometió a dicha infraestructura, condena a base de robos, abusos y graves roturas sin reparar que la hicieron prácticamente desaparecer a excepción del pequeño fragmento restaurado por la empresa metropolitana de aguas de Sevilla, Emasesa y que es el único vestigio de esta importantísima obra
hidráulica concebida por los romanos y rehabilitada por los
almohades. Así el agua de las que
dispusieron nobles, conventos y
particulares era producto de una
gracia del rey quien
la concedía para premiar favores y elevar el nivel de confort de aquellos más escogidos de entre la
sociedad por lo que era considerada un privilegio.
La Fuente del Arzobispo La ciudad de Sevilla al ver reducido su
abastecimiento de agua al uso de pozos y al agua del río buscó una nueva
fuente de suministro que
pudiese gestionar y aprovechar y fue así como se utilizó la conocida Fuente del Arzobispo como la candidata a surtir las necesidades de la población sevillana.
Esta fuente se encontraba extramuros en tierras del Convento de
los Trinitarios a los que hubo que comprárselas, en un paraje
cercano a la Puerta del Sol, que estaría situada donde actualmente
se encuentra el Colegio de las Trinitarias. En poco tiempo se
construyeron las cañerías subterráneas que traerían el agua al interior de la ciudad
y pronto surtiría las plazas de Santa Lucía, Ómnium Sanctorum, San Vicente, El Valle y la Puerta de
Córdoba entre otras. Así la ciudad amplió las zonas de
abastecimiento de agua corriente por la parte norte y noroeste que,
tradicionalmente, no había dispuesto de este preciado bien.
LA SEVILLA DEL SIGLO XVI
Si durante los reinados de los primeros reyes
cristianos el agua fue un privilegio de reyes, nobles y clero,
dejando a la ciudad su uso como mera subsistencia, fue en el siglo XVI
cuando el agua cobró de nuevo su significado como símbolo de
esplendor.
En los siglos XIII y XIV la mayor parte del agua
de los Caños de Carmona abasteció fundamentalmente al Alcázar y al palacio extramuros también de propiedad real
conocido como Huerta del Rey. Pero en el siglo XV llegaron
influencias italianas sobre ornato público que hicieron propagar las
concesiones de agua al sector más influyente de la sociedad con quien se
estaba en deuda por haber colaborado en la defensa de la
frontera con el reino nazarí de Granada. Así, durante este siglo
los nobles acumularon importantes cantidades de agua para
sus palacios en los que los jardines constituían una pieza
fundamental.
Y los conventos y monasterios también se
vieron beneficiados de estas concesiones que fueron
disminuyendo tras la muerte de la reina Isabel y su hijo Carlos y que aún se
redujeron más con la llegada de los Borbones que prefirieron destinar las cesiones de agua al surtimiento de establecimientos
reales como las fábricas de artillería, tabacos y
cuarteles.
La Alameda de
Hércules
En el siglo XVI el agua como manifestación de
ostentación, llevó a que las fuentes tomaran relevancia e
incluso se creó expresamente un nuevo espacio que se ganaba para todos los sevillanos/as: la Alameda que serviría de
escaparate social hasta finales del Antiguo Régimen. Pero el gran logro que significó la traída
exitosa del agua también escondía algunos problemas.
La baja diferencia de nivel entre el manantial y la Alameda
causó en muchas
ocasiones la falta de fluidez cuando se atascaban
las tuberías o cuando en verano disminuía el caudal
que se mermaba aún más cuando éstas se rompían por el paso del
tiempo y la acción de los vándalos o por el deterioro que sufrían al
soportar el peso de los carros y cascos de mulas y
caballos. A mediados del siglo XVI se procuraron solucionar
los problemas de abastecimiento del paseo con la reconstrucción
por completo de todo el sistema, doblando la cantidad de agua
que se traía y por tanto las fuentes existente en la
Alameda.
La
compraventa de agua
La difusión del agua a través de ventas y
donaciones fue protagonizada sobre todo por la nobleza que
durante el siglo XVI y XVII se desprendió de la mayor parte del agua
que le había sido concedida ante la demanda de particulares
que querían dotar sus casas del confort que proporcionaba el agua
corriente.
Las concesiones de agua a la nobleza prohibían su
venta o alquiler, pero el mercado de compraventa fue
posible por la escasa regulación legal y por la aceptación
social tácita de la conveniencia de la difusión del agua aunque fuese
a nivel privado.
Durante el siglo XVII el mercado del agua quedó
ligado al inmobiliario, ya que las casas se vendían
asociadas al lote de agua que había sido comprada para
ellas. De modo que se seguirá compravendiendo agua pero, ya no tanto,
como bien aislado sino como elemento
revalorizador de las propiedades inmobiliarias.
Fraudes y
robos de agua
Este elevado coste del agua condujo a la
multiplicación de robos y fraudes como el de los conventos extramuros de
San Agustín o San Benito que vendían varias veces la
misma cantidad de agua y para no perder el monto del que
disfrutaban rompían los repartos que les correspondían como si
no se hubiesen deshecho de ninguna cantidad. También las grandes
tubería del Alcázar fueron objeto de importantes robos al
transcurrir por el interior de la muralla que servía de pared
para muchas casas cuyos dueños abrían boquetes para
tomar el agua.
Por otra parte los repartos de agua eran
truncados o los vecinos tomaban mayores cantidades
sobornando a los "maestros cañeros" o fontaneros. Estos
robos eran perseguidos tanto por los ministros del
Alcázar como por los de la ciudad. A los ladrones se les abrían
largos procesos de los que en la mayoría de los
casos salían bien parados
porque muchos de ellos pertenecían a las
capas altas de la ciudad o a los miembros del gobierno.
LA SEVILLA DEL SIGLO XVI Y XVII
Anónimo
Para el abastecimiento de agua a la ciudad de
Sevilla, como hemos visto en números anteriores, su población siempre contó con
el río Guadalquivir, los pozos y algunos depósitos de agua de lluvia o de
acarreo que se situaban normalmente en palacios y conventos. La recuperación
del antiguo acueducto romano por parte de los almohades favorecería la
cantidad y la calidad del agua suministrada que se vería posteriormente
ampliada con la Fuente del Arzobispo.
Sin embargo el saneamiento o evacuación de las
aguas sucias y estancadas siguió siendo durante años una cuestión sin resolver
que conllevaba, además de malos olores, enfermedades. Al igual
que fue también un problema prolongado en el tiempo el de las continuas
inundaciones que sufría la ciudad en épocas de fuertes lluvias.
Inundaciones
y evacuación de aguas sucias
La ciudad de Sevilla intramuros presentaba
escasa pendiente, siendo el punto más elevado el viejo casco
urbano, por lo que el discurrir de las aguas sucias o de lluvia encontraba muchas dificultades, provocando grandes charcos o incluso
verdaderas lagunas interiores. A esto se le unían las inundaciones provocadas
por el río Guadalquivir en épocas de crecidas y aunque las murallas fueron
construidas, además de para la defensa ante
posible enemigos también para evitar las arriadas, en muchas ocasiones no pudieron frenar la fuerza de las aguas
que de forma recurrente inundaban Sevilla.
Cuando las riadas eran muy fuertes, el agua del
río hinchaba la capa freática del subsuelo, produciendo el rebose de pozos y la
salida a la superficie de corrientes de agua subterránea anegando aún
más la ciudad.
De los sucesivos episodios y retratos de una
Sevilla dominada por la aguas existen muchos testimonios y documentos como el
del historiador Francisco de Borja quien escribió en 1783 que “(…) los pozos,
cloacas y husillos (…) oprimidos con la abundancia y peso de las aguas
rebozaron y hasta las solerías de las casas y otros edificios se convirtieron
en copiosos manantiales (…)”
Cuando se producía la tragedia, los potentados e
incluso los gobernantes huían de la ciudad, en los monasterios y en la Catedral
se rezaba para que dejase de llover, mientras que la ciudadanía luchaba
para controlar y reducir los destrozos de la inundación. Para evitar las consecuencias de dicha
catástrofe y conseguir desaguar la mayor cantidad posible de agua del
interior amurallado se crearon unos sistemas de evacuación a base de forzar la
pendiente en algunos puntos y dirigir el agua hacia los bordes de
la muralla donde se ubicaban los husillos, construidos, probablemente por los
almohades, y que expulsaban a través de largos túneles el agua hacia fuera de
la ciudad. En algunos casos, aprovecharon las antiguas cloacas
romanas y en otros se construirían expresamente. Este sistema no abordaba el problema de las aguas
fecales, pero en invierno la corriente de agua de lluvia que corría por
las calles arrastraba las aguas sucias también fuera de la muralla. No
obstante, como esta funcionalidad no estaba recogida en su diseño, en
muchas ocasiones, los husillos se atascaban provocando las quejas de la
población y las peticiones al cabildo de partidas presupuestarias para
desatascarlos.
Las aguas sucias se arrojaban por puertas o
ventanas o se vertían en los pozos negros que se construían en el interior de
las casas que en muchas ocasiones llegaron incluso a contaminar la capa
freática del subsuelo de la que luego se abastecían los innumerables pozos
que utilizaba la población. Los pozos negros se fueron generalizando poco a
poco y en ello tuvo que ver la preocupación en el siglo XVII de la Real
Academia de Medicina de Sevilla por la limpieza e higiene a la que tanto
daño hacía el vertido de las aguas sucias por ventanas y puertas. Por ello se
publicaron edictos en los que se disuadía de tal costumbre alentando la
construcción de pozos negros. Habría que esperar hasta principios del siglo xx
para que las aguas sucias circularan por conducciones de hormigón armado.
Y es de tal trascendencia para nuestras
sociedades el saneamiento y evacuación de aguas sucias que Victor Hugo escribió
en Los Miserables: “La historia de los hombres se refleja en la historia de las
cloacas.”
Anónimo
El puerto
fuente de riqueza
Sevilla ha tenido en su puerto la garantía
de desarrollo económico, desde su fundación como
emporio fenicio. Pero el río Guadalquivir no sólo ha significado fuente de
riqueza por permitir el comercio, sino también por
proporcionar la ubicación de molinos a lo largo de su recorrido
siendo los más importantes los de Alcalá de Guadaíra entre los
siglos XV y XIX.
No obstante, el puerto también implicó
industrias de astilleros militares y civiles, tanto en edificaciones como
las Atarazanas como en la ribera y parte de las maderas
necesarias venían flotando por el curso del río desde las sierras
de Segura en Jaén.
La piedra para la catedral o el comercio del
aceite, gran parte de la producción cerámica, la pesca la lana y
tantos otros bienes tenían sentido gracias al río y al puerto por
donde venían infinidad de elementos procedentes de las rutas medievales
atlánticas y mediterráneas como las modernas asociadas
al Imperio. Las reales fábricas borbónicas del tabaco, fundición,
pertrechos militares o moneda tuvieron sentido por contar
con el río.
El agua constructora de urbanismo
y sociabilidad
Sevilla contaba en la Edad Moderna, como ya se ha
mencionado con anterioridad, con dos grandes
sistemas de abastecimiento de agua: los Caños de Carmona y la Fuente del
Arzobispo. Esta última en 1574 había servido para
abastecer las fuentes presentes en varios puntos al Norte de la Ciudad
y especialmente en la nueva Alameda de Hércules, verdadero
precedente de los jardines públicos de Europa y América y el
espacio de sociabilidad por excelencia en la ciudad. Así la
Alameda de Hércules se convirtió en el ejemplo más
sobresaliente de transformación del espacio urbano utilizando el
agua. Las nuevas fuentes que se fueron construyendo a partir
del S. XV ocuparon espacios abiertos preexistentes enriqueciéndolos
con su presencia, como las de la Plaza de San Francisco
o del Duque.
Pero las fuentes no sólo servían para realzar el
ornato de las viejas o nuevas plazas sino que servían
para crear encuentros entre incontables tipos de personas,
convirtiéndose lugares de citas, conversaciones casuales, juegos, bromas,
lances y desafíos.
De entre todos sus usufructuarios fueron los
aguadores los más asiduos y verdaderos dueños
del microcosmos que se movía en torno al agua en la ciudad. La fuente
del Pumarejo construida en 1774 responde a la necesidad
de suministrar agua a la población intramuros y es por lo que el
párroco de San Gil en 1794 solicita la creación de una fuente
similar para el barrio de la Macarena fuera del límite de
las murallas.
Agua de pie
A medida que avanzaban los siglos la red de
cañerías se fue haciendo más compleja y extensa y su recorrido fue condicionando ciertas zonas de la ciudad. Así a
partir del s. XVI, en las calles Águilas, O-Donnel, Catalanes, Sierpes
o el Callejón del Agua en Santa cruz contaban con agua de pie y las
residencias de importantes nobles y ciertos conventos se habían
convertido en nodos de redistribución del agua al vender o
ceder en préstamo parte de aquellas que disfrutaban y
al ceder el uso de sus cañerías a cambio del pago de un canon de
mantenimiento.
Concesiones, jardines y huertas
Las concesiones de agua a particulares correspondían sólo
a nobles e instituciones religiosas y entre
todas ellas, destaca la realizada al conde de Arcos, Juan Ponce de León para su casa
en Santa Catalina, que, por azares de la vida, es hoy
la sede de la Empresa Metropolitana de Aguas de Sevilla. Casa
que, como la mayoría de las de las clases adineradas, contenían en su
interior bellos jardines mantenidos con el agua que graciosamente
les habían sido otorgada.
Pero además de hermosos jardines en Sevilla
existieron multitud de fértiles huertas regadas en la mayoría
de los casos con sus propias norias a excepción de las del
Alcázar que lo hacía con el agua procedente de Los Caños de Carmona.
Hasta doce huertas estaban registradas en la ciudad en el s. XIII y
otras seis más en el s. XVI, aunque debieron existir otras muchas
quizás de menores dimensiones. Y alrededor de la ciudad se
extendía un amplio cinturón de huertas que, poco a poco, fueron
desapareciendo, hasta llegar a nuestros días, fecha en las que
aún se conservan algunas de ellas, sobre todo, en la zona norte de
la ciudad.
THE SEVILLE WATER WORKS COMPANY LIMITED
Los Caños de Carmona con numerosas reparaciones y
algunos cambios en el trazado continuaron funcionando y proporcionando agua
potable a Sevilla hasta comienzos del s. XX. Así aunque para otros usos
también se utilizaba agua del río, la principal fuente de abastecimiento de
agua para consumo de la ciudad procedía de los Caños de Carmona. Este
agua dejaba mucho que desear en cuanto a su calidad ya que su distribución se
hacía a través de cañerías de barro mezclándose con toda clase de
materias orgánicas.
También el
abastecimiento se hacía a través de las fuentes públicas sobre todo los
habitantes de los barrios populares a los que no les llegaba el
agua de los Caños de Carmona y también estaba el agua que los
“aguaores” llevaban hasta las casas proporcionando tres o cuatro litros
por persona y los surtidores privados como el existente en Triana, procedente
de una fuente localizada en Tomares.
Sevilla a
finales del XIX contaba con una población que empezaba a crecer y
este sistema de abastecimiento de agua se quedaba obsoleto, por lo que el
Ayuntamiento optó por buscar un sistema de traída de aguas más moderno y en
1882, otorga concesión para la prestación del servicio a la Compañía Inglesa
“The Seville Water Works Company Limited” por periodo de 99 años. La falta de
recursos económicos municipales obligó al Ayuntamiento a acudir a esta
iniciativa privada y fue así como los sevillanos acabarían utilizando el
término del “agua de los ingleses”.
Esta compañía
que se comprometió a abastecer a la capital con un consumo de 100
litros de agua por habitante y día, efectuó nuevas captaciones de pozos
en las inmediaciones del origen de los Caños de Carmona, en los manantiales de
Zacatín, La Judía, Fuensanta, la Retama y Clavinque
en Mairena del Alcor; instaló máquinas de vapor y estaciones de bombeo y
construyó una conducción general desde Alcalá de Guadaíra a Sevilla y una red
de distribución de aguas con una longitud de 155 km.
No obstante
desde el comienzo de la concesión, la empresa nunca satisfizo las necesidades
de abastecimiento de la ciudad y nunca cumplió lo estipulado por el
Ayuntamiento hasta el punto de que los periódicos de la época
llegaron a dedicar una sección fija en sus páginas dando cuenta puntualmente
del volumen de agua distribuida el día anterior, de los problemas, quejas del
vecindario, cortes de agua entre otras incidencias del
servicio.
Entre las
circunstancias más acuciantes que se encontró la compañía de los ingleses fue
el crecimiento demográfico de la población al que se le sumó el
hecho de que la ciudad se convirtiera en receptora de población
inmigrante atraída por las posibilidades que ofrecía la celebración de la
Exposición Iberoamericana que sin embargo no se celebraría hasta 1929.
Por otra
parte, la compañía de los ingleses actuaba como un monopolio haciendo un
uso privado de unas aguas que no eran de su propiedad, fijando los precios y
cobrando las conexiones y llaves de paso por el importe que quería, lo
que provocaba inmediatamente la subida de los precios de los alquileres.
Además, el consumo de agua per cápita era aproximadamente una tercera parte de
lo recomendado por los ingenieros, médicos e higienistas, ya que en la mayoría
de las casas y corrales de vecinos tan sólo existía un grifo por cada
siete u ocho familias, estos grifos tan sólo funcionaban una o dos
horas al día y en los pisos altos debido a la falta de presión el agua apenas
llegaba.
Así, el
abastecimiento de aguas constituía incluso un motivo más de
diferenciación social, pues las casas de las familias pudientes contaban con un
sistema de doble suministro, recibiendo el agua de los Caños de Carmona y la de
los ingleses. Y los más pobres tan sólo podían abastecerse de pozos
supuestamente potables, pero que en realidad eran insalubres al estar
conectados en el subsuelo con los abundantes pozos negros que aún existían en
la ciudad, debido a la carencia de sistemas eficaces de conducción
de las aguas residuales. Este fue el motivo por el que en 1912 se desató en
Sevilla un brote de fiebres tifoideas que supuso una gran mortalidad en la
ciudad especialmente entre los niños menores de cinco años. A
partir de este momento el Ayuntamiento comienza a exigir a la empresa privada
obras de mejoras en el suministro tanto de abastecimiento como de saneamiento
que mantendrían la concesión hasta que se hizo insostenible, rescatándose
en 1957.
INUNDACIONES, PROBLEMAS EN EL SANEAMIENTO
Y LA MUNICIPALIZACIÓN DEL SERVICIO
DE ALCANTARILLADO
Si el río Guadalquivir ofreció a la ciudad de
Sevilla prosperidad,
también le confirió dificultades traducidas en riadas que se
fueron sucediendo a lo largo de su historia. Cuando se
desbordaba el Guadalquivir o alguno de sus afluentes, el Tagarete,
Tamarguillo o Guadaíra se producían catastróficas inundaciones
que sufrían especialmente las capas sociales más desfavorecidas.
A principios
del S. XIX se inició la construcción de la defensa de la Huerta del
Mariscal que intentaba proteger a Triana de las riadas y se comenzó
también la desecación de las numerosas charcas existentes en
el casco urbano, realizándose además arreglos en la antigua
red de alcantarillado. No obstante estas mejoras no evitaron las
inundaciones de 1876, 1892 o 1895, ni las 20 riadas que sufrió la
ciudad entre 1900 y 1936, siendo la más grave la de 1926, en la
que el agua llegó a alcanzar los 7,9 metros de altura y la de 1936 en
la que más de 10.000 sevillanos quedaron en la más
absoluta indigencia. El Gobierno del Frente Popular repartió en
barcas miles de kilos de pan a los vecinos que se habían
quedado aislados y el alcalde Horacio Hermoso de Izquierda
Republicana y que sería asesinado posteriormente
a manos de los golpistas, entregó a los
damnificados por la inundación un talón de 300 pesetas de su propio
bolsillo, los únicos fondos que existían en su cuenta particular.
En la década de los años 40 se acometió la obra del soterramiento
del río que sin embargo no evitó la última gran riada del
Tamarguillo en el año 1961.
Pero las
inundaciones no eran el único problema de la ciudad, ya que la
contaminación del agua potables a causa de los pozos negros
y el pésimo sistema de evacuación de las aguas residuales
provocaban cólera, tifus, viruela, sarampión, diarrea, disentería y
tuberculosis haciendo de Sevilla una ciudad insalubre.
Esto llevó al Ayuntamiento en 1899 a conceder a una empresa
privada la construcción de un nuevo sistema de alcantarillado
con el consiguiente problema de dependencia y falta de control
por parte de la Administración. La Compañía
Sevillana de Saneamiento y Urbanización se encontró
con la oposición de la Liga de Propietarios de las casas de
alquiler que se negaron a pagar los impuestos, tasas y cánones por
lo que sólo se pudieron construir 40 km de
canalización hasta 1915, a parte de los colectores de Chapina y el
Tagarete.
Así las
cosas, el Ayuntamiento decide en 1921 municipalizar el servicio
gestionado por una empresa privada que sólo había logrado
conectar el 25% de las casas a la red de alcantarillado
a pesar de que más del 40% de las calles ya tenían dicha
conducción general. Esta
municipalización no ha sido la única en la historia del agua en
Sevilla. La mala gestión de la Compañía de los Ingleses llevó al
Ayuntamiento en 1957 a rescatar la concesión, pero es que con anterioridad
el 15 de noviembre de 1926 el pleno municipal acordaba la
municipalización total de las aguas de Sevilla, incluidas las
de los Caños de Carmona y la suministrada por la Compañía de
los Ingleses, y en consecuencia la futura incautación
de sus instalaciones y servicios de abastecimiento.
Pero el
entonces alcalde de Sevilla Pedro Armero Manjón, Conde de Bustillos
se encontró con la oposición del Gobernador Civil y Comisario
regio de la Exposición Iberoamericana, José Cruz Conde,
que consideró destinar la inversión prevista para el rescate del
servicio de abastecimiento de agua a las obras de construcción
de la mencionada Exposición y así evitar el retraso de su
inauguración que no hubiera gustado nada al general Primo de Rivera,
quien ordenó el cese fulminante de las
autoridades municipales sevillanas sustituyéndolas por gente dócil y
adicta dispuesta a apoyar a todo trance el proyecto de
celebración de la Exposición Iberoamericana, aunque la reforma y
municipalización del servicio de aguas fuera más
urgente y necesario para la ciudad.
Fue así como
la Compañía de los Ingleses mantuvo la concesión del servicio
hasta finales de la década de los 50, reduciendo las inversiones
ante la posibilidad de la municipalización y provocando
problemas de abastecimiento, cortes de suministro o bajadas de
presión durante los años 30.
Con la II
República las autoridades municipales ordenaron que las
acometidas de agua filtrada fueran obligatorias para todas las casas, elevando el caudal disponible, pero el gran endeudamiento
que arrastraba la Hacienda Pública le impidió que pudieran
volver a replantearse la municipalización del servicio.
Bibliografía:
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.
Antigua Estación de Filtraje de Emasesa
Sobre la municipalización del servicio de
saneamiento que tuvo
lugar en el año 1921 y de la que ya hemos hecho referencia en capítulos
anteriores, hay poca bibliografía, no obstante sobre la municipalización
del servicio de abastecimiento que intentó materializarse
en el año 1926 hay más documentación y de ella se desprende
que la gestión del agua estaba mejor en manos
públicas que en privadas.
En la
“Memoria sobre la municipalización del servicio de aguas
potables” publicada en 1926 por el Ayuntamiento de Sevilla, se
expresa lo siguiente: “(…) bastará hacer un bosquejo histórico de
las relaciones entre la Empresa concesionaria con el Excmo.
Ayuntamiento, para llegar al conocimiento de la forma de
cumplir aquella sus deberes para con el mismo y con el vecindario en
general, con lo que llegaremos a la conclusión de que
socialmente ha sido funesta su actuación y de que habida cuenta de la
situación actual, que examinaremos del problema,
no cabe otra solución; y en segundo término estudiaremos
el procedimiento que a nuestro juicio debe seguirse para
llegar a la total municipalización del servicio de abastecimiento
de aguas teniendo en cuenta las cláusulas de la
escritura de 26 de octubre de 1912 otorgada entre el Excmo. Ayuntamiento
y la Compañía concesionaria “The Seville Water Works Company
Limited” y la vigente normación
establecida por el Estatuto municipal de 8 de marzo de
1924”. Finalmente y
como ya se contó en el número anterior esta necesaria
municipalización no se realizó como consecuencia de la oposición
del general Primo de Ribera que decidió destinar la partida
presupuestaria reservada para ello a los fastos de la Exposición de
1929. No obstante, lo que sí se había conseguido en 1926 fue el abastecimiento
de agua con una doble red: la que conducía las aguas de la
Compañía de los ingleses, procedente de Alcalá de Guadaíra y
la de las aguas filtradas de la toma del río en La Algaba que
gestionaba directamente el Ayuntamiento.
La doble red
de agua
La Compañía
de los Ingleses suministraba, además del agua procedente de
los Caños de Carmona (que en 1912 sólo llegaba a Sevilla el
10% de la que salía en origen), la de los manantiales Zacatín,
Judía y Fuensanta, además de los de Las Aceñas, Clavinque y
Santa Lucía, que hubo que sumar más tarde. Ante la demanda
creciente de agua, esta empresa había decidido en 1885 ofrecer
un servicio de aguas no potables para el baldeo de calles y
extinción de incendios, cuya toma estaba emplazada
junto al Paseo de Las Delicias. Pero en 1902 estas aguas se
convirtieron en malsanas para el riego como consecuencia
del incremento de los vertidos residuales al río lo que llevó al
Ayuntamiento a encargar en 1912 la realización de otra toma de
agua en las cercanías de La Algaba y un tratamiento de
decantación y filtración lenta para desbastar el agua. Esta solución
obligaba a instalar una segunda red de distribución que utilizó
desde La Algaba hasta la Macarena una
conducción de 800 mm. Las obras sufrieron una demora por la
Primera Guerra Mundial, activándose en 1922 e inaugurándose
el servicio el 1 de julio de 1926. El impulso
que la ciudad recibió con motivo de la Exposición Iberoamericana
de 1929 volvió a plantear la penuria del abastecimiento
agravada por el aumento en las pérdidas de agua y el mayor
gasto económico que ocasionaba la explotación de la doble red.
Numerosas voces se alzaron en denuncia de la situación
aportando nuevas soluciones y planteando ya como ideal la
total municipalización del servicio. Aunque ésta no tuvo lugar hasta
1957 el Ayuntamiento emprenderá a partir de este momento
actuaciones cada vez más decisivas, como la construcción
de la presa derivación de La Algaba a fin de capturar
aguas del Rivera de Huelva en 1937 y en 1942 la construcción
del embalse de La Minilla cuyas aguas se utilizaron en el
abastecimiento a partir de 1956.
Bibliografía
Memoria sobre la municipalización del servicio
de Aguas Potables. Ayuntamiento de Sevilla. 1926
Gavala, J. y Milans del Bosch, J. (1934). Informe sobre el abastecimiento de aguas de la
ciudad de Sevilla.
Plan de acondicionamiento y mejora del
saneamiento de aguas de Sevilla. (1997). EMASESA.
Plan de acondicionamiento y mejora del
saneamiento de aguas de Sevilla. (1980). EMASESA.
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.
De
las cloacas al saneamiento
La evolución del saneamiento, sobre todo
en el siglo XIX ha ido de la mano de los cambios en el
abastecimiento. Cuando el alcantarillado no existe o es deficiente,
cualquier aumento en el abastecimiento de aguas empeora la situación y
sin embargo y paradójicamente su reforma es inviable sin la
existencia de agua abundante que permita el continuo arrastre
de los vertidos. La descripción de Sevilla de los
higienistas de fines del siglo XIX (Hauser, Laborde, Pulido) mostraba un
panorama desalentador. “La ciudad no contaba con un
sistema de alcantarillado sino con una red de cloacas.
Hauser describe
que existían 23 husillos que sólo tenían el
objetivo de desaguar las aguas pluviales y no la
evacuación de las aguas sucias y materias excrementicias de las casas, ni
los residuos líquidos de las industrias. Además, no existían cloacas en aquellas zonas de
la ciudad que quedaban fuera del alcance de las
riadas y las que había no respondían a plan alguno, siguiendo un
trazado tortuoso y sin declive suficiente en proporción al caudal que conducían.
Por otra parte gran parte de ellas desaguaban
dentro de la ciudad y las que tenían desagüe al río quedaban obstruidas
la mayor parte del año por no disponer de agua
suficiente.” A este antihigiénico escenario se le unía la
existencia de los pozos negros, “construidos con el erróneo criterio de
permitir el desagüe de los líquidos y retener los sólidos, cuyas
emanaciones no quedaban fácilmente ventiladas dada la altura de
las viviendas y la estrechez de las calles.”
Y estaba la contaminación de las aguas del
Guadalquivir “al que seguían vertiendo 14 husillos y los arroyos
Tagarete, “cloaca magna de la ciudad” que había sido
techado en su último tramo con una bóveda cilíndrica de
ladrillo bajo las calles San Fernando, Puerta de Jerez y
Almirante Lobo, y el Tamarguillo que desembocaba a 1.500 metros, río abajo del
Tagarete, que lo hacía a la altura de la Torre del Oro.” Todo esto provocó una alta tasa de mortandad que
según Pulido era del 42,16% cuando en otras poblaciones ya se
había reducido al 20%. Con el abastecimiento de agua por parte de la
Compañía de los Ingleses aumentaron las aguas residuales y la
situación se hizo insostenible llevando al Ayuntamiento de
Sevilla en 1890 a encargar un proyecto de alcantarillado a la
Compañía Anónima de Saneamiento y Urbanización de Sevilla. “El
proyecto contemplaba la construcción de una nueva red de
alcantarillado de trazado radial que permitiera recoger los vertidos de
todas las casas, cuya instalación interior estaban
obligados a modificar o
construir los particulares y desecar, al suprimir
todos los pozos negros”. El proyecto también incluía “150
kilómetros de canalización y el saneamiento de 14.707 fincas de
una población de 123.562 habitantes (exceptuando Triana).
Además incluía la depuración, precursora de las técnicas actuales y
consistente en el tratamiento biológico de las aguas mediante
cámaras anaeróbicas, que llevarían a cabo la disolución y
aeróbicas que conseguirían la oxidación, situándose su
emplazamiento en un principio en el arroyo Miraflores, en el
Guadalquivir, en las inmediaciones de la Barqueta y ello por razones
económicas, de menor recorrido de colectores y de mayor caudal
del cauce al que se verterían las aguas depuradas.
Tras superar la oposición de la Liga de
Propietarios que intentaba evitar el impuesto con que les iba a gravar la
reforma aduciendo los daños que podían causar en su fincas las
zanjas que habían de abrirse en las estrechas calles, las obras
comenzaron en 1900.” Aunque éstas debían realizarse en un plazo
de 8 años, en 1915 aún faltaban conexiones de terminación
de dos de las cuatro zonas proyectadas y la
depuración de las aguas, lo que
llevó al Ayuntamiento a ir poco a poco
municipalizando el servicio y en el año 1920 prácticamente esta
municipalización estaba al completo. No obstante, “en 1926, en
vísperas de la Exposición de 1929 aún quedaba 1.100.000 pesetas para obras complementarias que habían de ejecutarse antes
del evento y el alcantarillado que se extendía
ya por toda la ciudad había dejado de ser la constante preocupación de otros
tiempos.” Pero aún quedaba por resolverse el
problema de las riadas.
Bibliografía
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.
Las riadas y la contención del río
Puente de
Triana y río, en la inundación de 1876. Foto de
Franco Romero (Fotoplumilla)
Inundación
de los muelles. Foto:Lucien Levy, (Albúmina) 1882 Iluminada por Miguel Angel
Yáñez en 1988
El emplazamiento geográfico en el que se ubica
Sevilla la ha hecho, a lo largo de la historia,
susceptible tanto de importantes sequías como de trágicas
inundaciones. Éstas, ocasionadas por la presencia de fuertes lluvias
que aumentan el nivel freático también pueden verse afectadas por
las crecidas del nivel del Guadalquivir. Los primeros
habitantes de la ciudad eran conscientes de esta circunstancia y por ello
el casco antiguo se situó en la zona
más elevada. Con el crecimiento de la población se hizo necesario ocupar las
zonas más bajas y construir medidas para evitar o paliar los daños
de las inundaciones. Los factores determinantes de estas inundaciones existieron ya en la prehistoria
habiéndose identificado hasta 89 grandes inundaciones entre
1249 y 1877 y 37 avenidas entre 1871 y 1941.
Al relieve propio de llanura aluvial donde apenas
se alzan desniveles importantes que lo hacen muy peligroso
por el riesgo de avenidas tras lluvias torrenciales se le suma
la presencia de otros cursos fluviales, afluentes del
Guadalquivir como el arroyo Guadaíra, Tagarete y Tamarguillo siendo éstos los
más belicosos en la historia de las riadas en la
ciudad. Las primeras constancias de adopción de medidas
defensivas se remontan a los tiempos de la dominación
romana. El historiador romano Plinio cuenta cómo se
rectificó el curso del río y los visigodos cambiarían el curso del río
construyendo un dique de contención para desviarlo en la Resolana
cegando el brazo existente y encauzando el agua por un brazo
lateral que llegaba hasta Triana. Desde entonces, el río que
pasaba por la actual Alameda de Hércules y se dirigía al
Arenal, discurrió por el nuevo cauce que con modificaciones se ha
conocido hasta que se realizó la Corta de la Cartuja.
A partir del s. XII, las murallas construidas por
los almohades para la defensa militar de la ciudad, fueron
también utilizadas para la defensa contra inundaciones. No obstante
los barrios extramuros como Triana quedaban expuestos
directamente a las riadas. Los problemas provenían de los
afluentes que atravesaban o rodeaban la ciudad, como los
arroyos Tagarete y Tamarguillo y el río Guadaría. Cuando amenazaba una avenida, se reforzaban las
puertas con ataguias de tablones y se calafateaban con
arcilla y estiércol sin
llegar a lograr la contención de las aguas como
sucedió en el año 1626 en el que reventó el husillo de la
Alameda de Hércules, que necesitó ser taponado con hasta
diez almenas envueltas en colchones. Aún cuando este tipo de defensas conseguía
mantener la
ciudad a salvo de las avenidas, Sevilla seguía
anegándose a causa de la imposibilidad de evacuar las aguas de
lluvia y fecales que sumadas a las del río se estacaban en
las zonas bajas de la ciudad. Como solución se recurrió al
desagüe por medio de bombas, la primera de las cuales se
instaló en el husillo inmediato a la plaza de toros en 1784
medida que fue extendiéndose a otros husillos a lo largo de los
años.
La muralla de Sevilla también sometida a la
acción de las aguas tuvo que ser reparada y reforzada en algunos de
sus tramos, como la zona de la puerta de la Barqueta,
levantada a mayor altura en 1627 que fue protegida de la erosión
con defensas destacadas y malecones en 1694 y reconstruida
entre 1773 y 1779 o el refuerzo por medio de un muro o malecón
desde el puente de la Torre del Oro después de la
inundación de 1784. La defensa contra las inundaciones ha ido siempre
encaminada a transformar el cauce del río con objeto de
alejar sus aguas del núcleo urbano. Así a finales del s. XVIII se
realiza la primera corta en el Río en las cercanías de Coria para
aumentar la capacidad de desagüe y facilitar la navegación
fluvial y en los siglos XIX y XX se continuarán las obras de
eliminación de
meandros.
Las recurrentes riadas que ha sufrido la ciudad
desde tiempos prehistóricos han conllevado siempre además de
víctimas mortales y daños en las viviendas e
infraestructuras, problemas graves como la pérdida de cultivos y ganados y la
transmisión
de enfermedades o aparición de epidemias. Es por ello que la lucha por evitarlas y reducir
sus destrozos haya sido una constante en la historia de
Sevilla. Constante que ha ido dibujando el urbanismo de la ciudad hasta
convertirla en lo que es hoy.
Riadas de la década de los 50
Las riadas en Sevilla se remontan a tiempos
prehistóricos por lo que forman parte, hasta bien entrado el siglo XX, de la
historia de nuestra ciudad siendo, además,
responsable en gran medida de su urbanismo. El relieve de Sevilla propio de llanura aluvial,
donde apenas se alzan desniveles importantes, ha resultado muy
peligroso por el notable riesgo de avenidas tras
lluvias torrenciales, por lo que la ciudad siempre ha estado inmersa en un proceso
constante de proyectos para evitarlas y contenerlas,
rodeándose de diferentes sistemas de defensa. Entre las muchas de las inundaciones de las que
se tienen constancia se encuentra la de 1947 y 1948 que
resultaron catastróficas para la ciudad al producirse en un
contexto de posguerra en el que las condiciones en las que
vivían los sevillanos eran terribles. En 1947 el Guadalquivir creció hasta casi cegar
los puentes de Triana y San Telmo y las viviendas de
las zonas más bajas de la ciudad como la Alameda de Hércules o Triana se
anegaron por completo. Esta riada provocó incluso
que cuando descendieron las aguas del Guadalquivir muchos
barcos quedaran varados en los muelles.
La avenida de 1948 fue consecuencia de la rotura
de los muros de defensa del río Guadaíra. El
martes 27 de enero de ese año, las aguas desbordadas cubrieron los barrios
de la Trinidad, San Julián, la Ronda de Capuchinos, el Fontanal,
la Corza, la Calzada, Campo de los Mártires, Santa Justa, la
calle Oriente, San Benito, Puerta Osario, Puerta Carmona, Cerro
del Aguila, Tiro de Línea, Puerta de Jerez, Puerta Real,
Enramadilla, Cruz el Campo, el Porvenir, Ciudad Jardín, Prado de San
Sebastián, Avenida de las Borbolla, Parque de María Luisa y
Heliópolis.
En la década de los cuarenta se vuelve a abordar
la problemática del sistema de defensa de Sevilla.
La expansión urbana hacia el Este quedaba fuera de las medidas
de protección inicialmente proyectadas agravado ello
con el problema ocasionado en la nueva unión
del Tagarete y Tamarguillo por la falta de desnivel suficiente
que hacía que las aguas perdieran su velocidad y tendieran a
remansarse con el consiguiente peligro de desborde hacia estas
nuevas zonas de población. A esto se le unía la precariedad e
insuficiencia del muro de defensa. En 1949 sólo se había
solucionado el desvío del río por la Vega de Triana, desde Chapina
hasta la Punta del Verde dejando el puerto en dársena, protegiendo a
Triana de las inundaciones.
En los años 50 se hizo necesario abordar de nuevo
el problema de la defensa de la ciudad contra las
inundaciones creándose en 1951 la Comisión pro defensa de Sevilla y
pueblos limítrofes contra las inundaciones del Guadalquivir y sus
afluentes” donde la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir
hizo propuestas para acabar con la inseguridad frente a las
inundaciones. No obstante muy pocas obras de esta Comisión se
llevaron a efecto, quedando todo el proyecto paralizado
hasta la década de los sesenta cuando la gran riada de 1961 puso
de manifiesto la necesidad de tomar medidas urgentes y definitivas.
Bibliografía
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.
Castillo Guerrero, M. Sevilla y el Tamarguillo: las medidas
urbanísticas de urgencia cincuenta años después.
Revista Espacio y Tiempo, (2013).
Las inundaciones del siglo XV
En la década de los años sesenta tuvieron
lugar las más dramáticas inundaciones de Sevilla, que abordaremos más adelante
para poder centrarnos ahora en inundaciones de tiempos más lejanos que
por ello son más desconocidas pero no menos importantes.
Desde el siglo XV hasta nuestros días las
inundaciones aumentan en intensidad a medida que se acerca el momento presente. “La primera inundación de que hace mérito don
Diego Ortiz de Zúñiga en los Anales
de Sevilla, después de la del
año 1297 es la de 1403, que según el historiador Mariana “fue de
abundantísimas lluvias en toda España, causa de
grandes desastres. Los del Guadalquivir fueron terribles, porque penetrando por
la puerta del Arenal y calle de la Mar e inundando la mayor parte de la ciudad,
llegó hasta el templo de San Miguel, no bastando a evitarlo los muchos
reparos con que aquella estaba prevenida”.
Según Pedro López de Ayala en su Suplemento
a la Crónica del reinado de
Don Enrique III, la inundación “duró diez é siete horas que non pudieron
atapar nin estancar el agua. E subió el agua fasta encima del arco de la puente
por dó entran al castillo de Triana, é fasta las almenas de la cerca de la
cibdad, en tal manera que dencima de los adarves tomaban el agua con las manos.
E duró ocho horas en se abajar el agua que non podía
ninguno salir de la ciudad, que todo estaba cercado de agua en derredor,
é non tenían las gentes viandas que comer, nin leña para cocinar. E toda la
clerecía fizo procesiones é predicaciones, é confesaronse todos, é ficieron
penitencia”.
En los años 1434 y 1435 llovió
desde el día 1 de Noviembre hasta el 25 de Marzo
y según escribe Barrantes Maldonado en sus Ilustraciones
de la Casa de Niebla “creció tanto el Guadalquivir que llegó dos
cobdos menos de junto a las almenas del adarve, é la cibdad se cercó a
la redonda de aguas, é las gentes se metían en
naos, carabelas é barcos para se guarescer, é calafetearon las puertas é
agujeros de los adarves y en cuarenta días no uvo moliendas con la demasiada
agua sino era de atahonas, por lo cual murió en el reino mucha gente de hambre”.
En 1481 la inundación se cobró la muerte de más
de 15.000 personas Y fue durante esta inundación cuando la ciudad de Sevilla se
encomendó a San Miguel prometiéndole fiesta y procesión perpetua el 8 de mayo
si lograba que cesasen las lluvias: “desde la Iglesia mayor a la parroquia de
su dedicación, con asistencia de todo el clero y del Asistente con la Ciudad,
además de la mayoría de sus vecinos distinguidos que formarían la cofradía (..)
Fue el comienzo desde Navidad en adelante, de muchas aguas y avenidas; de
manera que Guadalquivir llevó é echó a perder el Copero, que había en él
ochenta vecinos, é otros muchos lugares de la ribera. E subió la
creciente por el almenil de Sevilla, é por la barranca
de Coria, en lo más alto que nunca subió é estuvo tres días que no descendió, é
estuvo la Ciudad en mucho temor de se perder por agua”.
En 1485 estuvo lloviendo durante seis semanas
“que nunca los que eran nascidos entonces vieron ni tantas aguas ni
tantas avenidas en tan poco tiempo. E subió el agua del Guadalquivir en las más
altas señales de la Almensilla de Sevilla é de la Barranca de Coria, (…) , é
entró el agua por ella hasta las Atarazanas (…) Derribó el río la mayor parte
de los arrabales de Sevilla que dicen Cestería é Carretería, é
estuvo Sevilla cercada de agua en todas partes, en manera que en tres días no
le entró pan cocido de fuera ni otra cosa, nin podían entrar en ella, nin salir
con las muchas aguas.
Y en 1488 las avenidas del Guadalquivir
provocaron la esterilidad del suelo y escasez en las cosechas, con
las consecuentes enfermedades provocadas por el
estancamiento y detención de las aguas en los sitios bajos. Hubo tal cantidad
de muertes que se redujo terriblemente el número de habitantes de muchos
lugares que llegaron incluso a quedarse por completo despoblados como en el
Copero o en Sanlucar del Alpechín donde murieron más personas que
las que quedaron vivas y en Villafranca de la marisma, localidad próxima a Los
Palacios que de 500 personas sólo sobrevivieron 160.
INUNDACIONES Y
SEQUÍAS EN EL SIGLO XVI
Durante los siglos XVI, XVII y XVIII las
recurrentes riadas continuaron azotando la ciudad y consecuentemente conformando
su urbanismo. Pero estas riadas
también fueron acompañadas de periodos de sequía, que igualmente fueron
moldeando la historia de Sevilla. Francisco de Borja Palomo recoge en su obra
Historia Critica de las riadas de Sevilla, los escritos del médico
Francisco Franco que describen una de las sequías más terribles: “En
1521 la escasez de lluvias trajo tal carestía en los
mantenimientos que no pudiendo el pueblo soportarlo se amotinó contra las
autoridades en sedición violenta que conoce la historia por el lema de
Feria y pendón verde, (…) Luego llevada la
pública opinión por mejor rumbo, hicieron se rogativas, siendo memorable la que vino en
romería desde Carmona a Nuestra Señora de la Antigua, contándose más de
mil y quinientas personas de ambos sexos, las tres partes de penitencia
y la restante con hachas encendidas, siete cruces, dos crucifijos y cincuenta clérigos con sobrepellices, que
en forma de procesión vinieron andando seis leguas; hospedándose en el Patio de
Los Naranjos donde les dio de comer el cabildo eclesiástico,
disponiéndoles en la mañana siguiente misa y sermón, siendo después
despedidos decorosamente con gruesas limosnas, volviendo en
la misma forma a su pueblo. En el siguiente año 1522 continuando
la sequia perdiose casi toda la cosecha, viniendo
como consecuencia de ello, hambre y acudiendo a Sevilla multitud de mendigos
halláronse por sus calles más de quinientas personas muertas,
obligando a ambos Cabildos a que nombrasen diputados de su seno que
los recogieran para evitar un contagio,
socorriendo a los demás en lugares apartados”. Pero, como de excesos (ya sea por la
abundancia o escasez de agua) está llena la historia de Sevilla, en 1544,
las profusas lluvias acontecidas “causaron gravísimos daños (…) el 31
de enero llegó el rio Guadalquivir a la puerta del Arenal, tabla y
media en alto de las que tenían allí galafateadas; y vide en este año
y dia ir y venir barcos desde la carrera de la puerta de Jerez fasta
Guadaira, e vide en este dia el agua cubrir el arco de Tagarete (…) e vide
en este dia entrar barcos en Sevilla por el postigo de los Azacanes”.
Los años, 1545, 1554, 1586, 1590, 1591, 1592,
1593, 1595, 1596 y 1597 fueron años de
importantes riadas cuyos detalles han sido recogidos por diferentes cronistas,
que podríamos sintetizar en el poema de autor desconocido del año 1789, que haciendo referencia a las inundaciones de los años 1522 y
1523 lleva por título “Quexas de Sevilla” y que reproducimos
aquí:
“Oh duro Betis, siempre has rechazado mis amores;
Y tu amor ha sido
siempre grato para mi.
Oh tú mas duro que las piedras, jamás pudo
nuestra antigua vecindad
reconciliarme tu ánimo.
Oh durísimo, no te cansas en mis perjuicios: Y yo
te devuelvo
beneficios
por tus daños.
Fluyes por nuestros lugares y lo que tu arruinas
sin que yo te lo
estorbe, lo
restituyo luego a mis expensas.
No te bastan los perjuicios remotos, sino que te
atreves a invadir
insidioso hasta las casas de la ciudad.
De aquí mis quejas interminables contra ti: Que
no encuentro tiempos
seguros para mis vecinos.
Estamos en Julio: nadan los jóvenes y
tú sepultas a los nadadores;
otro
tanto haces con los marineros en invierno.
Pareciame que te bastaría el salir cada año con
las narices hinchadas
y
levantarte igual a mí: Correr precipitado; rodear
las villas con furioso
murmullo y obligar a refugiarse en las alturas al
cobarde rebaño:
Destruir
las barcas pescadoras, romper el puente y
llevarte al Océano cuanto
arrastras.
Pero me engañaba, oh necia de mí; todo esto no
eran más que los
preludios; cosas más graves intenta tu ánimo.
Tú deseas beber sangre humana y hacer una que sea
sonada; de aquí tu
hinchada soberbia y tu color sanguíneo.
Por último, yo sola la gran esperanza de tu
triunfo: Todas tus
aspiraciones
son contra mi cabeza.
Y como has comprendido en tu astucia, durante
innumerables años,
Que
no me eras terrible en lucha franca.
Acudes a la traición, intentas asaltar por
subterráneos y salir
vencedor
con ocultos dolos. Pensabas con talento, pero te
conocieron nuestro
Senado y el Conde de Osorno mi gran Patrono.
Renuncia pues a las astucias de tus pensamientos:
Renuncia a tus
aspiraciones, malvado, renuncia.
De nada te valen las amenazas, escondrijos,
fraudes y dolos:
Renuncia a
tus aspiraciones, astuto, renuncia a los males.
Mira la solidez que se ha añadido a
mis muros, Y las fuerzas que el
arte aumentó a mis fuerzas .
La parte que antes estaba destinada a tus
victorias, Es ahora para
mi la
mas segura de todas.
Ya ha sido castigada la laguna, tu amiga y
compañera de tanta
traición:
Arreglada con sus caños, ella recogerá las aguas
que nos mande el
cielo
y reunidas las vomitará en ti.
Nuestra fue en otro tiempo y a nosotros vuelve
abandonándote: Así
cada
soldado tuyo se hará desertor. Todos pasarán a
mis banderas y
abandonando tus raleas,
Quedarás solo; así te
pagará mi amor
despreciado. Y no solo el arte; hasta la
naturaleza me
defenderá.
Porque dará a mis árboles
brazos duros. Estos colocados
a
mi alrededor a manera de escudo, me darán armas:
Andando el
tiempo. Acaso pongan fin a nuestras lides.
Vendrán las Dryadas alegráranse con la colocación
de los árboles y
cada
una me prestará auxilio. Y hasta las Hamadryadas
vendrán y las
ligeras
Napeas, tus Naiadas cederán a estas
sin disputa.
Vendrá a mi con ellas una turba de ministros, Que
no es creíble
quieran
venir las Diosas solas. Finalmente la
tierra y el cielo siguen mi
partido:
¿Qué importa tener en contra al Betis?
Ya no temo aunque vinieras unido con el Ebro, y
el gran Duero y el
aurífero Tajo.
Oh Deucalion, solo temeré tus tiempos
(el diluvio); pero entonces
diré:
No ha sido la ira del Betis sino la de Júpiter”.
(…)
Oh Hispalis, gloria de España y prenda
segura del Rey que te dio el nombre.
¿A que amontonar improperios sin motivo? Nunca
son tus daños culpa mía.
Y me llamas tres veces duro, cuando mis márgenes
están llenas
de dones: nadie puede ser más inofensivo.
Dicesme que corro por lugares y tierras
tuyas: sabete (si lo
ignoras) que esta tierra no fue tuya, sino mía.
Por esta esponjosa
arena me extendía yo otras veces, en los tiempos
en que aquí no
había habitantes.
Yo cultivé primero
estos campos con mi espaciosos
margen: por
estos lugares extendí antes mis brazos.
Lo que se construye en fundo ageno, perdido es,
según las leyes,
para el que lo edifica.
Alcides pudo levantar más lejos la ciudad.
Y así estaría libre de
mis males.
Antes bien, yo si que tengo motivos para
quejarme. Que siempre
fuiste culpa principal de mis daños.
Estrechas mis orillas en angosto límite, y ahora,
ya lo ves, me
haces ir por otros caminos.
Si fueras mi amiga debiste levantar tus muros y
conocerme solo
como apartado vecino.
Te quejas de que he sumergido las lanchas
pescadoras, y he
causado mil perjuicios a tus moradores.
¿Y por qué la loca juventud despreció mis iras, y
los ímpetus que
no deben arrastrar ligeras barcas?
Dices que estos no son más que preludios, pequeños daños, Y me
llamas sanguíneo y carnicero. Déjate pues de tanto denuesto contra un
inofensivo, si algún
don recibes de un manso río.
Déjate de condenar con tantas quejas a mis aguas.
Que por un
perjuicio te devuelven mil ventajas.
Yo soy causa de que llegue a ti la anunciadora de
las cosas: la
fama empujada por las inmensas vías del aire.
Mira cuantas mercancías te viene por mis orillas,
ya los
Venecianos y los Cimbros traerán sus regalos
exquisitos.
Mira cuantos fragantes aromas
te envían el Jucatan, cuantos la
India, cuantas piedras preciosas criadas en la
hueca concha.
Añade que mi torcida marcha te proporciona
un puerto para
innumerables naves, de donde te resulta un gran
honor.
Público es que cuando comenzó a correr el
marinero, de aquí
tuvieron su principio las auríferas naves.
Ni callaré las delicias que te resultan de los
peces, y la hermosura que
prestan los ríos.
Yo te proporciono todo esto
junto; dones que habían de
negarse a los demás ríos de Hesperia.
Muchas más ventajas pudiera contarte; pero callo,
porque son de
mil modos conocidas.
Llega la Primavera y se juntan los jóvenes
alegres y las
placenteras muchachas, mientras el
aura dulce mueve la
pequeña barca.
Suben con ellos Baco y la alma Ceres, Phebo e Io
cantan. Suenan
mil instrumentos.
Otra melodía música suena en las
orillas: La armoniosa flauta
canta dulcemente en las hojas.
El joven Theicio suele también mover su plectro y
la musa canta
mil composiciones.
Pudiera contar otros dulcísimos gozes, pero
callo porque son
conocidos de todos.
Pensé en un principio ahogarte en un diluvio de
aguas y destruir
todas tus casas.
Pero me ha hecho tu amigo el Conde de Osorno, porque los dos
somos servidores de un mismo dueño.
Porque no hay Príncipe más instruido que él, ni tú encontrarás
jamás quien te gobierne con más justicia.
No temas; él te guarda en tranquila paz: la paz sea contigo, no
temas.
Perdóname, pues, que soy inofensivo, no tengas las entrañas
duras: Seré tu amigo fiel en todo tiempo.
Alégrese nuestro pueblo; veamos ya tiempos prósperos. Otros
mejores darán los Dioses”.
Bibliografía:
de Borja Palomo, F. Historia crítica de las riadas de Sevilla I.
INUNDACIONES Y SEQUÍAS EN EL SIGLO XVII
Las riadas en Sevilla siguieron siendo una
constante hasta bien entrado el siglo XX. Por lo que el siglo XVII no fue una
excepción. En 1604 tuvo lugar una gran inundación llamada de Santo
Tomás que llevó al ingeniero Mayor de España, Tiburcio Espanoqui a redactar un documento
sobre las obras necesarias para salvar la ciudad de los embates del río.
Estas obras de reformas urgentes a cargo de Juan de Oviedo consistieron en
desagües por husillos.
En 1608, según el tomo III de las Memorias eclesiásticas y seculares
de la M. N. y M. L. ciudad de Sevilla, consultada
por Julio Borja Palomo, “el 21 de marzo a las dos de la tarde hubo una gran
tempestad y tormenta de viento y agua. Hizo pedazos la puente y arruinó la
estacada de ella y la volvió lo de abajo arriba y arrancó del Castillo de
Triana cinco almenas y las arrojó sobre la puente e hizo otros
destrozos notables”
Años más tarde, en 1618 se produjo la riada
llamada de San Gregorio que arruinó el Castillo de San Jorge y afectó al
caserío de Triana.
La avenida de 1626 fue tan grande que el río se
convirtió en un mar sembrando la desolación, dando a ese año el nombre
del “año del diluvio”. El agua entró por la Puerta del Arenal y por diversos
husillos, provocando que más de las dos terceras partes de la ciudad quedaran
anegadas y el nivel de la aguas alcanzó el altar mayor de Santa Ana y dos
gradas de la Catedral. Se perdió todo y de nada sirvió llevar en procesión el
“Lignum Crucis” a lo alto de la Giralda.
Borja Palomo recoge en su obra Historia
crítica de las riadas de Sevilla que
“salvada Sevilla milagrosamente de su total ruina que vio tan cercana con la
inundación de 1626, trataron sus administradores y representantes de reparar en
lo posible los daños experimentados y prevenirse para otros de la misma índole
en lo futuro, inquiriendo al efecto las causas de aquel funesto accidente y su
oportuno remedio (…) las opiniones de los consultados fueron diversas: unos
creían que el río se entró en la ciudad porque estaba azolvado levantando mucho
sus aguas, por lo que convenía limpiarlo; estimaban otros preferible que se
abriese un canal y nueva madre: quienes eran de parecer que para
asegurarse de nuevos daños bastaba con reparar los muros de la ciudad
fortaleciéndolos donde hubiesen quedado débiles y modificando el sistema de
husillos.” Para afrontar estas obras el Consejo Supremo de Castilla en nombre
del Rey ordenó al Cabildo de la ciudad recaudar una contribución extraordinaria
sobre las fincas urbanas que pagarían todos sus poseedores sin excepción de
clases ni estados. El Cabildo catedralicio alegó la inmunidad de la
Iglesia en hacer contribuciones civiles a lo que se le respondió que en el caso
de que se trataba no cabía excepción alguna y que nunca podía tener más santa
aplicación una parte de las rentas de aquellas fincas.
La riada de 1633 está documentada en las Memorias Sevillanas de Diego Ignacio de Góngora y,
Ortíz de Zúñiga se refiere a este año como “muy molesto de aguas y
enfermedades”.
En el año 1642 “la furiosa avenida del
Guadalquivir en el mes primero, excedió mucho a la de 1626” según un testimonio
de un testigo presencial haciendo alusión a que, a pesar de que gracias a
las defensas con las que ya contaba la ciudad la inundación hizo menor daño,
“en el interior de la ciudad las aguas estuvieron constantemente en un estado
durante 10 días, cinco días más que en la de
1626”,
En 1649 se produjo otra gran inundación
que influyó en el desarrollo de la gran epidemia de peste que asoló
Sevilla y se cobró la vida de unas 200.000 personas, cantidad muy superior a la
que esa misma enfermedad había afectado en otras ciudades como Málaga
donde murieron 20.000 personas o Murcia con 26.000 fallecidos.
1683 y 1684 también fueron años de importantes
riadas. “Inundáronse más de dos terceras partes de la ciudad, no sólo con
la muchísima agua llovediza que no podía salir por lo husillos cerrados, sino
por la que brotaba al suelo y por los cimientos de los edificios (…) El
Guadalquivir arrastró desde Córdoba dos maderos enormes que aquí se detuvieron
junto a la puerta de Jerez y luego se supo que procedían del puente de aquella
ciudad, cuyos arcos aunque de piedra, los había roto la corriente. (…) y en los
primeros temporales de diciembre derribó el huracán la palma de la
Giralda, rompiendo los dedos de la estatua”.
Y los años 1691, 1692 y 1697 fueron los
últimos del siglo XVII constatados por su importancia en documentos en los que
la ciudad de Sevilla volvió a verse anegada por las aguas.
LAS INUNDACIONES DEL SIGLO XVIII
Detalle
de la Sevilla del siglo XVIII. Grabado de Pedro Tortorelo a raíz de la visita
de Felipe V en 1729. FOCUS ABENGOA
El siglo XVIII tampoco se libró de importantes
riadas que provocaron epidemias y enfermedades sobre todo en la población más vulnerable, aquella
cuyas viviendas eran más pobres o estaban ubicadas en los lugares más
inundables de la ciudad.
De las riadas de los años 1707, 1708, 1709, 1731,
1736, 1739, 1740, 1745, 1750, 1751, 1752, 1758, 1777, 1778, 1783, 1784, 1786,
1787, 1789, 1792 y 1796 tenemos constancia en diferentes documentos de la
época según recopila el historiador Francisco Borja Palomo en
su obra “Riadas o grandes avenidas del Guadalquivir” y en todas ellas, como en
las anteriores, se repiten las mismas dramáticas
escenas. La inundación de 1707 fue una de las mayores de este siglo. “Desde
principios de diciembre llovió casi continuamente hasta el
tres de marzo. Hubo más de doce avenidas del rio y las aguas llegaron hasta la
punta de la calle de la Campana que entra en la de Sierpes y desde allí se
iba embarcado por el Duque, calles de la Gavidia, de Capuchinas, de San
Lorenzo y Alameda (…). En esta ocasión el río se salió de madre
a principios de enero y no volvió a su cauce hasta abril. (…)
Quedaron maltratadas más de 500 casas y en el barrio de San Vicente y San
Francisco de Paula se hundieron por medio dos calles (…) A esta época
corresponde un proyecto para la ejecución de ciertas obras en el Guadalquivir que
mejorasen sus condiciones y libraran a la ciudad de los daños
de las avenidas, dirigido por Matías de Figueroa, hijo y padre de
arquitectos y que fue Maestro Mayor de obras del Cabildo sevillano (…)
Tras la riada de 1752 se avivaron las instancias
al Gobierno para que se activase el expediente sobre las obras que debían
ejecutarse en varios sitios del Guadalquivir, ya aprobadas por el Monarca a
consulta del Consejo de Castilla y se logró que se iniciasen al terminar
la primavera de 1753 empezando por la punta de la Barqueta y Patín de las
Damas, según el antiguo proyecto del ingeniero general Marqués de
Berbon, ya en parte modificado y mucho más después por el ilustre marino
Antonio de Ulloa. (…) Esta obra hacía cerca de cien años que se deseaba y se agradeció
que el Rey hubiera dispuesto anticipar a Sevilla de Rentas reales las sumas que
fueran necesarias para reintegrarlas después con los Arbitrios. (…)”.
Las obras finalizaron en 1755 no sin disputas en
torno a las dificultades que ofreció el corte de
la Muralla y las medidas que debían
adoptarse llevando al ingeniero encargado de la obra a ser
suspendido y sustituido por un ingeniero de Cádiz.
La realización del proyecto definitivo de
defensas que habían de salvar a Sevilla del frecuente peligro a que la exponían
las avenidas del Guadalquivir estuvo a cargo de Antonio Ulloa en 1777 y lo
primero que emprendió fue la prolongación de los husillos o alcantarillas para
ayudar al desagüe de los terrenos.
“Las inundaciones de 1784 y 1785 llevaron al Asistente
Pedro López de Lerena a construir un malecón escalonado para proteger la
muralla en el flanco del antiguo Arenal. La riada de 1787 sirvió para que el
Ayuntamiento encomendase al arquitecto Félix Caraza la construcción del
murallón ribereño entre el puente y la iglesia de Santa Ana lo que evitó que
las riadas penetrasen, facilitando el embarque con las dos rampas ajenas.
Las posteriores riadas de 1789 y 1792 propiciaron
el establecimiento de atahonas en la Plaza del Pumarejo para no depender
del suministro con los siguientes encarecimientos. La riada de 1797
en la que intervinieron el Guadaira y el Tagarete se palió algo gracias
al reciente corte de la Merlina, pero anegó todos los barrios del
exterior: San Bernardo, Tablada, Tabladilla, zona del convento del Pópulo. Las
aguas entraron por las Puertas de Jerez, Córdoba y Sol, el barrio de Triana y
la Cartuja sufrieron grandes daños y el corte de
Merlina se vio ensanchado por las aguas. Fue ésta la más grave de todas las
riadas del siglo XVIII.”
LAS INUNDACIONES DEL SIGLO XIX
Grabado
del Archivo de Indias que muestra el aspecto que tenía en el siglo XIX la zona
donde fue construido el muelle de Nueva York en 1905.
Durante el siglo XIX Sevilla sufrió el mayor
número de inundaciones recogidas en
documentos, alcanzando el número de 42 hasta el año 1881. En 1802, las lluvias comenzaron a primeros
de octubre y en diciembre hicieron falta rogativas públicas para pedir su cese. El 24 y 25 de enero de 1804 tuvieron lugar nuevas
rogativas ya que el río creció 15 pies sobre su nivel, reventando al mismo
tiempo el Guadaíra, anegándose Tablada, el Prado de San Sebastián y
convirtiéndose la Alameda en una enorme laguna. Otras riadas ocurrieron en 1805
y 1806, mientras que de 1810 a 1816 las inundaciones fueron de
escasa importancia. La ocurrida en 1821 llevó a que Secretario de la
Corporación Municipal obligara durante algunos días a los panaderos, cuyos
hornos en sitios altos no se inhabilitaron con las aguas interiores, a
que labrasen doble numero de hogazas del que tenían costumbre
para evitar que subiera el precio del pan.
Y los años 1823, 1829, 1830, 1831, 1832, 1838,
1839, 1840, 1841, 1843, 1844, 1845, 1846, 1852, 1853, 1855, 1856, 1858, 1860,
1861, 1862, 1865, 1866, 1867, 1869, 1871, 1872, 1876 y 1881 también
fueron años de riadas, siendo las más significativas las de
1876 y 1881.
La de 1876 provocó la inundación de dos terceras
partes de la ciudad y la creación de una Comisión para estudiar el estado en el
que se encontraban las defensas de la ciudad. El barrio de Triana fue
objeto de un minucioso estudio contra las inundaciones realizado por el
ingeniero de la Junta de Obras del Puerto, Jaime Font, quien redactó un
proyecto de defensa del trozo del margen derecho del
Guadalquivir comprendido entre el puente de Triana y la Huerta de los Muñones.
En él se proponía la construcción de un macizo de escollera desde el
Puente hasta la Parroquia de la O, previniendo en la
parte restante el establecimiento de espigones o
diques transversales.
Esta inundación fue comunicada a las autoridades
por telégrafo desde Peñaflor en la noche del 4 de
diciembre con un telegrama en el que se informaba de que, de súbito,
el río había crecido cinco metros sobre su nivel, dos más en la mañana
siguiente y otros dos por la noche y que continuaba el ascenso de las
aguas. El 7 de enero las aguas alcanzaban ya los 11 metros sobre el nivel
ordinario del río y se temía que las aguas pudieran destruir por algún
punto el terraplén paralelo a su orilla sobre el que asentaba la fía férrea a
Córdoba, única defensa que había quedado a la ciudad desde que se demolieran
las murallas, que en muchas ocasiones, a pesar de estar construidas de
solidísima argamasa, las aguas abrieron brecha o se filtraron si en gran
cantidad y por tiempo no breve habían chocado contra ellas. ¿Cabía comparación
entre la fortaleza de una y otra obra? Y si sobrevenía aquel probable
acontecimiento, no existiendo ya la muralla, ¿qué podía hacerse? Nada, dicen
las crónicas, o encomendarse a Dios si se era creyente. La pequeña brecha que a
las tres de la tarde había abierto en el terraplén de
la vía férrea por el km 129, antes del ex convento de San Gerónimo y frente al
extremo del Hospital central, la corriente del Guadalquivir que chocaba
furiosamente formando ángulo, pronto tomó grandes dimensiones hasta alcanzar,
en poco más de una hora, 72 metros por el lado del río y 52 por el de tierra,
precipitándose por ella la inmensa mole de agua, inundando en pocos momentos la
ciudad hasta el malecón que desde la fachada principal del Hospital
seguía hasta la Trinidad, haciendo inútiles los esfuerzos de ingenieros y arquitectos civiles y militares para oponer resistencia
en los puntos de mayor riesgo.
Tras la inundación de 1881 Juan Talavera y de la
Vega presentó un proyecto que significó el primer planteamiento moderno y
global de defensa de la ciudad, pero con algunas deficiencias que,
caracterizaron con consecuencias muy graves, el sistema defensivo que
finalmente se adoptaría en la primera mitad del siglo XX. El proyecto planteaba
la solución de defensa de la ciudad mediante
la elevación de la rasante de la ciudad en los sectores inundados. Entre
tanto se adoptaban medidas provisionales, como la desviación del arroyo
Tagarete, desde la Fuente del Arzobispohasta unirse con el arroyo Tamarguillo,
la construcción de un dique de tierra entre la Fuente del Arzobispo y la
Venta de la Concepción al Norte y la construcción de un segundo dique entre
Ranilla y Eritaña. La defensa en el frente occidental exigía por su parte, la
construcción de un paseo elevado desde el Puente de Isabel II hasta el paseo de
Cristina.
Bibliografía:
de Borja Palomo, F. Historia crítica de las riadas de Sevilla I.
Ferrand, L. y Rodríguez, M. Sevilla y el río Guadalquivir.
LAS INUNDACIONES DEL SIGLO XX
La gran
inundación de 1961
A las inundaciones que ha sufrido la ciudad de
Sevilla les hemos dedicado varios capítulos, pero nos quedaba detenernos en la gran avenida de 1961
que significó el gran revulsivo para
que las autoridades locales y nacionales tomaran conciencia de la
necesidad de solucionar definitivamente este recurrente y peligroso problema. Esta última gran inundación también
supuso el inicio de la renovación
urbana de la ciudad, con la aparición de nuevas y extensas barriadas extramuros y como
consecuencia la desaparición de una buena parte del caserío sevillano más
tradicional.
El 25 de noviembre de 1961 a
las cuatro menos cuarto de la tarde comenzó a llover de tal
manera que el cauce del Tamarguillo fue aumentando desmesuradamente hasta su desbordamiento, rompiendo su muro de contención en una longitud de 50
metros en su cruce con la autopista de San Pablo, provocando que la fuerte
tromba de agua anegara un tercio total de la ciudad.
Los 300 litros por metro cuadrado que cayeron en
escasos días provocaron esa ruptura de las defensas del arroyo Tamarguillo
dando lugar a esta gran riada que afectó a uno de cada cuatro sevillanos/as;
las aguas inundaron 4.172 viviendas; destruyeron 1.603 chabolas,
dañaron gravemente 1.228 edificios y dejaron sin hogar a 30.176 personas
de las que 11.744 fueron evacuadas a los primeros refugios de urgencia.
Según el boletín de la Cámara de Comercio,
Industria y Navegación de Sevilla, Información
Económica, en su número de Noviembre-Diciembre de 1961: “Las aguas, en
volumen aproximado de 4.000.000 m3 se precipitaron sobre la capital por
diversos sectores, inundando rápidamente una superficie de 552 hectáreas, en la
margen izquierda del Guadalquivir, afectando en mayor o menor grado a 150.000
habitantes, con altura de tres y cuatro metros en algunos sectores. Los barrios
de La Corza, Fontanal, Árbol Gordo, San José Obrero, San
Bernardo y todo el Norte de la ciudad desde la Ronda de Capuchinos
y Macarena hasta Plaza del Duque y La Campana, y por el
sur desde Menéndez Pelayo, Prado de San Sebastián, Parque de
María, hasta la avenida Queipo de Llano fueron inundados aparte de otros
pequeños sectores del Cerro del Águila y Porvenir”.
A medida que se iban conociendo informes
sobre las consecuencias de la riada, cundía más la alarma entre las autoridades
locales y hacía necesaria la intervención del Gobierno de la nación, pero fue
la población civil la primera en reaccionar de forma espontánea y masiva en
favor de los damnificados: repartiendo comida, ropa, atendiendo a niños,
enfermos y ancianos, procurando mantas y medicinas y sobre todo, aliento y
esperanza en tal terrible situación. Pronto esta solidaridad se extendería
a diferentes ciudades de España aumentando, a medida que se iba conociendo, las
verdaderas dimensiones de la tragedia.
Organizaciones religiosas, ejercito y autoridades
políticas también tomaron conciencia de la necesaria implicación en el desastre
poniéndose en marcha todo tipo de medidas urgentes. El ejercito trabajó
día y noche bajo la persistente lluvia, para taponar la brecha abierta en
el muro de contención, colocando gaviones y sacos terreros para
reducir el cauce desbordado. El Ministerio de la Vivienda envío 200 ajuares
completos (camas, colchones, aparadores, alacenas, sillas, etc) y el
Instituto Nacional de la Vivienda asignó 150 viviendas a los
damnificados y aceleró la construcción de 2.000 alojamientos provisionales:
las “casitas bajas” del Polígono San Pablo y, el Consejo
de Ministros anunció la
construcción urgente de 4.000 viviendas también en
el Polígono San Pablo donde fueron alojadas gran parte de los
ocupantes de las “casitas bajas”.
El mismo 25 de noviembre, pocas horas
después de producirse la inundación, el Ayuntamiento
de Sevilla creó una Comisión de Emergencia con la
finalidad primera de buscar locales y edificios, tenidos por
seguros, para convertirlos en improvisados refugios: colegios, iglesias,
edificios en construcción y soportales. Durante muchos años estos refugios
fueron conocidos popularmente como “Purgatorios” al ser lugares
que obligatoriamente habían de ocupar las familias antes de acceder a
una vivienda social.
Y a todo esto hubo que sumarle el desgraciado
accidente aéreo enmarcado en la Operación Clavel. El famoso locutor de Radio España, Boby
Deglané lideró una campaña de ayuda desde las ondas que se tradujo en una caravana de 142 camiones, 150 turismos y 82 motos que,
desde Madrid, transportaron alimentos, enseres y
juguetes para las personas afectadas. A su llegada a Sevilla, el 19 de
diciembre, en el marco de una expectación enorme, la avioneta
que acompañaba a la caravana realizó un vuelo rasante sobre la
multitud presumiblemente para tomar fotografías y se enredó en unos cables de
alta tensión, precipitándose contra el público, provocando la muerte a 20
personas, más de 100 heridos y una importante repercusión
mediática.
La riada de 1961 conllevó la aparición de
suburbios y refugios y el trasvase de población de unas zonas a otras de la
ciudad, resquebrajando las estructuras sociales y mentales de la población y
propiciando importantes cambios sociológicos en la sociedad sevillana. Aquel 25
de noviembre nació la Sevilla de las últimas décadas del siglo XX con la
transformación de las bases tradicionales de la ciudad, económicas y sociales,
políticas y religiosas. Comenzó un nuevo tiempo y fueron, una vez más, el
Guadalquivir y sus arroyos, los responsables de la transformación global de la
ciudad.
Bibliografía:
Castillo Guerrero, M. (2013) Sevilla y el Tamarguillo: Las
medidas urbanísticas de urgencia cincuenta años después, ESPACIO Y TIEMPO,
Revista de Ciencias Humanas, (27), 51-74.
Gran articulo extenso , completo e iluminador. Me gustaria conocer a su autor real ya que estoy interesado en estos temas de la gestion del agua a traves de la historia.
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