Si la España de
hoy se diferencia en algo de la histórica predemocrática es en la protección
que el Estado ejerce sobre la ciudadanía. Si en el pasado remoto era del señor
feudal del que dependía la seguridad y el sustento, en el pasado más inmediato
fue el patrón y la Iglesia quienes ostentaban el poder de ofrecer trabajo en
precarias condiciones y la beneficencia, en una sociedad en la que dar a luz en
un hospital costaba la mitad de un sueldo.
Desde que llegó la
democracia y con ella el Estado del Bienestar se configuraron una serie de
impuestos, algunos universales como el IVA y otros sectoriales como el Impuesto
sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) con los que contribuimos en la
redistribución de la riqueza para sufragar el coste de los servicios públicos,
que son la garantía actual de la protección y salvaguarda que el Estado ejerce
sobre nosotros y nosotras.
Con la
educación, la construcción de carreteras, las pensiones, y
culminando con la sanidad, entre los numerosos servicios que el Estado nos ofrece, la sociedad española se puede sentir
hoy segura, pero esta seguridad puede no ser para siempre.
La derecha
española, abandera la bajada de impuestos y aprovecha, cuando llega al
Gobierno, para amnistiar a 30.000 defraudadores, como ocurrió en 2012, momento
en el que su deuda ascendía a 40.000 millones de euros, de los cuales solo se
recaudaron 1.200 millones y entre los que se encontraban como defraudadores el
exvicepresidente del Gobierno Rodrigo Rato hasta la prima del rey emérito,
pasando por Luis Bárcenas o la familia Escarrer. Pero también la derecha
española aprovecha, cuando gobierna, para eliminar el impuesto de Patrimonio a
las grandes fortunas, como sucedió en 2022 en Andalucía, provocando la pérdida
de la recaudación de 98 millones de euros que se hubieran podido destinar, por
ejemplo, a mejorar la atención primaria de los centros de salud.
Por el contrario,
la izquierda política española, pone el foco en recaudar de quienes nunca ha
contribuido o en quienes lo han hecho de modo irrisorio. Es así que el pasado
22 de noviembre el Congreso de los Diputados aprobó la reforma fiscal que
establecía el impuesto a la banca y un nuevo tributo mínimo global del 15% a
las empresas multinacionales, con ingresos de más de 750 millones de euros, o
la subida del IRPF a las rentas del capital más altas, con el voto a favor del
PSOE, Sumar, ERC, Junts, Bildu, PNV, Podemos, BNG y Coalición Canaria y en
contra, por supuesto, del PP, Vox y UPN.
Sin embargo, ayer el PP se vio abocado a no frenar en el Senado, donde tiene mayoría
absoluta, esta reforma introduciéndole enmiendas que serán aprobadas
definitivamente el próximo miércoles para después ser aceptadas o no por los
diputados en el Congreso.
Que los grupos de
poder, tras los que se dibujan las siglas de los partidos de la derecha de
España, presionen para que se eliminen algunos impuestos y bajen la imposición
de la mayoría de ellos, para seguir acumulando beneficios, réditos y millones
de euros, es natural, como es natural que promuevan la privatización de
servicios públicos gratuitos como la enseñanza o la sanidad. Pero lo inaudito
es que parte del electorado que vota a estos partidos de derecha sean los
principales usuarios de estos mismos servicios públicos que se quieren
privatizar o de ayudas sociales que se nutren de los impuestos.
Si cuando
saliéramos de los hospitales nos dieran una factura simbólica que reflejara el
gasto real del servicio recibido, o al finalizar el curso escolar, la de su
coste, sólo como una pequeña muestra de lo que recibimos a cambio de nuestros
impuestos, comprenderíamos qué es lo que está en juego. E incluso, nos
despertaría del aletargamiento al que nos lleva la bronca diaria de si son
galgos o podencos.
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