Y de nuevo que si galgos o podencos

 

Factura por el nacimiento de un bebé con fecha de 15 de junio de 1968

Si la España de hoy se diferencia en algo de la histórica predemocrática es en la protección que el Estado ejerce sobre la ciudadanía. Si en el pasado remoto era del señor feudal del que dependía la seguridad y el sustento, en el pasado más inmediato fue el patrón y la Iglesia quienes ostentaban el poder de ofrecer trabajo en precarias condiciones y la beneficencia, en una sociedad en la que dar a luz en un hospital costaba la mitad de un sueldo.

Desde que llegó la democracia y con ella el Estado del Bienestar se configuraron una serie de impuestos, algunos universales como el IVA y otros sectoriales como el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) con los que contribuimos en la redistribución de la riqueza para sufragar el coste de los servicios públicos, que son la garantía actual de la protección y salvaguarda que el Estado ejerce sobre nosotros y nosotras.

Con la educación, la construcción de carreteras, las pensiones, y culminando con la sanidad, entre los numerosos servicios que el Estado nos ofrece, la sociedad española se puede sentir hoy segura, pero esta seguridad puede no ser para siempre.

La derecha española, abandera la bajada de impuestos y aprovecha, cuando llega al Gobierno, para amnistiar a 30.000 defraudadores, como ocurrió en 2012, momento en el que su deuda ascendía a 40.000 millones de euros, de los cuales solo se recaudaron 1.200 millones y entre los que se encontraban como defraudadores el exvicepresidente del Gobierno Rodrigo Rato hasta la prima del rey emérito, pasando por Luis Bárcenas o la familia Escarrer. Pero también la derecha española aprovecha, cuando gobierna, para eliminar el impuesto de Patrimonio a las grandes fortunas, como sucedió en 2022 en Andalucía, provocando la pérdida de la recaudación de 98 millones de euros que se hubieran podido destinar, por ejemplo, a mejorar la atención primaria de los centros de salud.

Por el contrario, la izquierda política española, pone el foco en recaudar de quienes nunca ha contribuido o en quienes lo han hecho de modo irrisorio. Es así que el pasado 22 de noviembre el Congreso de los Diputados aprobó la reforma fiscal que establecía el impuesto a la banca y un nuevo tributo mínimo global del 15% a las empresas multinacionales, con ingresos de más de 750 millones de euros, o la subida del IRPF a las rentas del capital más altas, con el voto a favor del PSOE, Sumar, ERC, Junts, Bildu, PNV, Podemos, BNG y Coalición Canaria y en contra, por supuesto, del PP, Vox y UPN.

Sin embargo, ayer el PP se vio abocado a no frenar en el Senado, donde tiene mayoría absoluta, esta reforma introduciéndole enmiendas que serán aprobadas definitivamente el próximo miércoles para después ser aceptadas o no por los diputados en el Congreso.

Que los grupos de poder, tras los que se dibujan las siglas de los partidos de la derecha de España, presionen para que se eliminen algunos impuestos y bajen la imposición de la mayoría de ellos, para seguir acumulando beneficios, réditos y millones de euros, es natural, como es natural que promuevan la privatización de servicios públicos gratuitos como la enseñanza o la sanidad. Pero lo inaudito es que parte del electorado que vota a estos partidos de derecha sean los principales usuarios de estos mismos servicios públicos que se quieren privatizar o de ayudas sociales que se nutren de los impuestos. 

Si cuando saliéramos de los hospitales nos dieran una factura simbólica que reflejara el gasto real del servicio recibido, o al finalizar el curso escolar, la de su coste, sólo como una pequeña muestra de lo que recibimos a cambio de nuestros impuestos, comprenderíamos qué es lo que está en juego. E incluso, nos despertaría del aletargamiento al que nos lleva la bronca diaria de si son galgos o podencos. 




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