Las elecciones norteamericanas, cuyos resultados acabamos de conocer, sorprenden, pero sólo en su justa medida, porque describen un escenario que ya comienza a sernos familiar.
Los discursos del miedo, que antropológicamente funcionan mejor que los de la esperanza, acaparados por las derechas y las ultraderechas del mundo, encajan a la perfección en situaciones complejas como las actuales en las que predominan los desequilibrios sociales, culturales, tecnológicos y económicos.
Estos discursos, construidos en muchas ocasiones a base de mentiras, se contagian como los virus y se transmiten por igual entre víctimas y verdugos. Son mensajes huecos que apelan a las tripas y, que en lugar de construir, destruyen espacios de convivencia y de tolerancia.
Donald Trump, alude a una América grande de nuevo, como Putin a la Rusia zarista o aquí a la España de los Reyes Católicos, olvidando que el paso del tiempo nos hace evolucionar, cambiar y transformarnos.
Pero en esta evolución el ser humano ha avanzado a expensas de fuerzas reaccionarias que se han opuesto siempre al cambio, ya fuera en la ciencia por temor a ser desbancados, en la economía por no perder beneficios o socialmente por mantener privilegios y prejuicios.
Este pulso antiguo es el que se mide en cada democracia y el que se acaba de medir en Estados Unidos, enfrentando a un rico, condenado, machista, antiecologista, racista y xenófobo hombre panfletario del miedo, frente a un discurso de esperanza defendido por Kamala Harris, una mujer y negra.
Y el pueblo prefirió a Barrabás.
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