Fue así como
descubrí que mi antiguo profesor de Historia de la Comunicación Social, Vicente
Romano, desgraciadamente ya fallecido, había publicado un libro sobre las
brujas o el origen de la discriminación de la mujer, como lo había subtitulado
porque a su trabajo lo llamó Sociogénesis de las brujas.
Bajo este título
Vicente Romano realiza una descripción y explicación histórica de la quema de
mujeres de manera institucional durante tres siglos dando lugar a la
comprensión de unos hechos cuyas consecuencias han llegado hasta nuestros días.
La imagen clásica
de la bruja como una anciana mal vestida recluida en el fondo del bosque,
invención del romanticismo alemán, debe su construcción al derecho
consuetudinario de Alemania, que obligaba a los compradores de propiedades a quedarse
con la abuela de la familia del vendedor hasta sus últimos días con “derecho a
un rinconcito de la casa donde colocaba su camastro y sus exiguas pertenencias”
y mientras que sus fuerzas se lo permitieran contribuía recogiendo hacecillos
de leña menuda del bosque para el hogar y la estufa invernal.
“Su constante
entrar en el bosque y salir de él, sus probados conocimientos de las hierbas y
las plantas, provocaban el temor, las sospechas y la malediciencia de los
aldeanos” escribe Vicente Romano, antecediendo a la categorización que comparto
sobre que “la división del trabajo y las motivaciones económicas constituyen el
primer origen de la misoginia y, por extensión, de las brujas. En el fondo,
añade, se trata del menosprecio y la discriminación de la mujer.”
En esta obra de
lectura cómoda, ligera y llena de información, Vicente Romano expresa que “la
discriminación económica de la mujer corre paralela con la justificación de la
misma por las diversas mitologías, en particular las del entorno del
Mediterráneo. Surgió así toda una serie de figuras femeninas negativas que
degradaban la mujer a monstruo cruel. La Iglesia católica recogió sus rasgos
en las postrimerías de la Edad Media. Fue esta institución la que realmente
creó la imagen de la bruja mala al asociarla con el diablo. Tenemos así el
triple origen de las brujas: el económico, el mitológico y el eclesiástico.”
En relación al
económico la constitución física de la mujer y el hecho de estar permanentemente
embarazada la llevó en el Paleolítico a dedicarse a la recolección y con ello a
conocer la botánica, la naturaleza y sus cambios, lo que se traducirá en el
Neolítico en el descubrimiento y dominio de la agricultura. Pero ya el
patriarcado implantado concedió prestigio a la caza, a la guerra y a la muerte
distanciando los tipos de trabajo que hasta ese momento convivían en igualdad. Además,
la conciencia creciente de su papel sexual dio a la mujer una certera dignidad
que también se encargarían de arrebatar posteriormente las religiones negándoles
el reconocimiento del don de dar la vida para asignárselo al varón. Y con la
aparición de la propiedad privada disminuyó su influencia y su posición. “Desapareció el derecho materno y fue
sustituido por el paterno. Como propietario particular, el hombre estaba
interesado en tener hijos que pudiera considerar legítimos y hacerlos herederos
de su propiedad. Por eso impuso a la mujer la prohibición de mantener
relaciones con otros hombres. Con la propiedad privada de los bienes surgió
también la propiedad de la mujer. Y el primer efecto del poder exclusivo de los
hombres fue la forma de familia patriarcal, una familia sometida al poder
paterno”, haciendo de la mujer, el primer ser humano esclavizado, ya que “toda
dependencia y opresión social radica en la dependencia económica del oprimido
respecto del opresor”.
Para ilustrar todo
este argumento Vicente Romano describe la situación de la mujer en el imperio
romano, en la cultura judía, en el bajo cristianismo hasta llegar a la Edad
Media, fecha en la que se acentúa la misoginia tradicional patriarcal. Los
padres de la Iglesia fueron también los padres de esta misoginia reflejada en
las palabras de Tertuliano del siglo III que pontificó: “Mujer debieras ir
siempre vestida de luto y de andrajos para hacer olvidar que eres tú la que
arruinaste al género humano. Tú eres la puerta del infierno”. Pero esta
concepción demoniaca llevaba aparejada la de fuente de pecado y por lo tanto de
temor, por lo que había que encerrarla en casa y asignárseles tareas para que siempre
estuviesen ocupadas porque el ocio era peligroso. Y el matrimonio era el medio
para regular todo esto. “Hacia 1250 el muchacho podía casarse legalmente a los
14 años y la muchacha a los 12 años. Hacia 1500 esa edad se subió a los 17 años
para los muchachos y a 13 para las muchachas”. Por lo que las mujeres
campesinas dedicadas todo el día a la crianza de los hijos, a cuidar al ganado,
a la preparación de las comidas, al ordeño de vacas y cabras, esquila de
ovejas, atender al huerto, a la siembra, a la recolección, al acopio de leña y
a la fabricación de pan y bebidas, lino, lana, hilar, tejer y elaborar vestidos
así como fabricar jabón y velas, envejecerían del tal modo, que muchas de esas
viejas vestidas con harapos y recluidas en los bosques probablemente no
llegaran ni a la mediana edad.
Y algunas de estas
mujeres, además sabían ayudar en los partos, realizar abortos y aliviar dolores,
conocimiento que atentaba contra la ortodoxia médica exclusividad de los
hombres. Esto unido a que vivieran en soledad por ser solteras o viudas las
convirtió en una amenaza al modelo económico de familia patriarcal. De hecho un motivo para ser acusada de bruja
era el “llevar una vida diferente de la habitual”.
El origen
mitológico de las brujas se remonta, también a la instauración del patriarcado,
y con él, la coronación de los dioses. Vicente Romano dedica la segunda parte
de su obra a la mitología, definiendo mito, superstición, chamanismo, magia y demonios
y describiendo a Lilith y al diablo medieval para concluir que la misoginia del
cristianismo se nutre también de la mitología clásica, romana y hebrea. Y así llegamos a la tercera y última parte de
su trabajo dedicado al origen eclesiástico de las brujas.
Vicente Romano
escribe: “La iglesia encontró el terreno abonado. Si antes hubo siempre
hechiceros buenos y malos, magia blanca y magia negra, a partir del siglo XIII
solo hay malos, peligrosos, vinculados al diablo. Y, más que nada, brujas, casi
siempre del género femenino. Esta circunstancia se deriva de la concepción que
la Iglesia medieval tenía de la mujer, a caballo entre el menosprecio y el
temor. Para los clérigos célibes, la seducción se presentaba siempre en forma
de mujer. Pero, al mismo tiempo, la seducción era el diablo. De ahí que diablo
y mujer confluyeran el uno en la otra y viceversa. No era sino lógico que, cuando
se buscaban vínculos entre los humanos y el diablo se encontrasen en el género
femenino.”
Así, “durante 500
años, desde el siglo XIII hasta el XVIII se quemaron brujas en Europa. En las
hogueras ardían tanto ancianas de 100 años como niñas de dos, inválidas,
embarazadas y aulas enteras de escolares, sin hacer excepción de frailes y
monjas. (…) Los verdugos buscaban con todo detalle en los cuerpos desnudos una
señal, una mancha, un lunar, una verruga. Los teóricos de la Inquisición
auscultaban con alfileres a las víctimas puesto que sabían que las partes que
había besado el diablo serían insensibles. Los verdugos al servicio de la
Iglesia pinchaban el lunar, la mancha o la verruga del cuerpo desnudo. Si no
salía sangre era obra del diablo y si salía también, pues el maligno hacía
sangrar a su querida para salvarla.”
“A la Iglesia le
interesaba que los creyentes vivieran en un continuo terror al maligno. Para
ello, nada mejor que lanzar el bulo de la existencia de sus perversos agentes,
las brujas, a las que había que aniquilar. De esta manera, se aseguraba el
control sobre el orden social y el respeto de los creyentes por medio del miedo,
convertido en pavor y espanto gracias al celo de esos profesionales del crimen
que fueron los inquisidores. Pero tampoco los protestantes se quedaron cortos a
la hora de condenar y quemar brujas. Mientras los católicos se basaban en el Martillo
de brujas los protestantes lo hacían en la Biblia.
El papá Juan XXII,
que temía ser víctima de una conspiración, estaba obsesionado con el poder del
demonio. Con su bula Súper illius specula inició la caza de brujas. Profesionalizó
a los exorcistas convirtiéndolos en clérigos especializados en la expulsión de
los demonios. Así en un sermón de Ingolstadt se habló de la muerte de una
muchacha poseída por 12.652 demonios. Pero esta sorprendente minuciosidad en el
recuento se queda chica ante la profesionalidad del inquisidor y terrateniente
José González de la Cruz quien constató 800.000 demonios atrincherados en las
carnes de los 613 habitantes del pueblo cubano de Remedios en 1672. Y eso
teniendo en cuenta que la iglesia admitía que los demonios tenían corporeidad
física.
En España, donde
la Inquisición tenía suficiente trabajo con descubrir y perseguir a los
conversos moriscos y judíos sospechosos de seguir practicando sus cultos, se
ocupó menos de las brujas. Pero en Francia las cosas eran diferentes. Aquí se
puede constatar incluso cuando se puso de moda el sabbat y la danza de
las brujas. La primera vez que se menciona es con motivo de una quema de
herejes en Toulouse en 1353.
La caza de brujas
se desató en los siglos XIV y XV en lugares determinados, por lo general
montañosos, donde proliferaban las brujas: Saboya, Suiza Lorena, Escocia, Tirol,
Baviera. Como se sabe las montañas son el hogar no solo de la hechicería y la
brujería, sino también de formas religiosas primitivas y resistentes a las
nuevas ortodoxias.
Quienes llevaron a
cabo la persecución encabezaron y dirigieron la histeria. No se trataba de
gente sencilla, sino de los cultos, los mismos que luego curaban la enfermedad.
Las grandes
redadas de brujas empiezan en Europa con la difusión de la imprenta, principal
instrumento de la Iglesia para propagar sus ideas, además del púlpito. Las
persecuciones aumentan en la segunda mitad del siglo XVI en los años de la Contrarreforma,
el Concilio de Trento y el jesuitismo. Se interrumpen con las llamas de la Guerra
de los Treinta Años, para volver a florecer después. La ola de condenas de los
siglos XVI y XVII comprende hasta a niños pequeños que se les arrojaban a las
madres todavía vivas en la hoguera.
En la ciudad de
Wurzburg se habla de brujas de 7, 8, 9 y 10 años. De ellas, 22 ardieron en la
hoguera clamando al cielo que aprendieron de sus madres las artes satánicas.
Su apogeo tuvo
lugar durante los años del barroco, cuando la edad media de la población llega
a los 35 años y existe una gran preocupación por el memento mori, por la
muerte, a la que se venera como señora de la tierra.
Estructuras
sociológicas estrechas relaciones familiares ignorancia y analfabetismo
agudizan la situación. El pueblo sencillo se da cuenta de que cada uno puede
caer en cada momento en la red de delatores. La difamación se ordena en tres
grados: ligera, mediana y grave. Se admiten como testigos a cualquier granuja
con tal de asegurar el estatus religioso. Se admiten mujeres, hijos y
familiares si sus testimonios son inculpatorios. Los abogados que toman la
defensa son suspendidos y considerados sospechosos ellos mismos. La confesión
se convierte en cuestión capital para la Inquisición, de ahí que paulatinamente
se pase de la tortura mental a la física. Para obtener una confesión se podrían
pasar años en la cárcel. Se castiga al testigo que retira una declaración
desfavorable para el acusado.
Pero las denuncias
no bastaban. Había que sufrir toda una serie de pruebas para confirmar que se
era bruja y que había tenido comercio carnal con el diablo. Había que arrancar
la confesión final y para eso se la sometía a las terribles pruebas y torturas
conocidas como juicios divinos. Y también figuraba como bruja la que no
podía llorar. Hasta el siglo XVIII, cuando se aprendió a medir la presión
sanguínea y la fiebre, no reconocieron los médicos que el exceso de dolor y de
tortura puede secar los ojos. Todo lo que se le ocurría al tribunal valía como
prueba suficiente para torturar a una bruja: si se congestionaba y se quedaba
paralizada, se mostraba consternaba, sacaba la lengua, miraba al suelo o al
lado. Y, sobre todo, si al recitar el padrenuestro se queda en suspenso o no
terminaba la oración. Todo esto eran signos de haber tenido comercio carnal con
el diablo. Llegaba entonces la amenaza: Serás torturada con tal refinamiento
que el sol brillará a través de tu cuerpo. Entonces se le machacaban los huesos
de pies y manos con las empulgaderas y demás artilugios, o se le metían
hierros candentes en la carne pecaminosa y se le quemaban las heridas con ácidos
y azufre. Ningún ser humano podía soportar tales suplicios y al final
confesaban todo lo que el verdugo esperaba oír, todo lo que la depravada
fantasía sexual de estos jueces clericales ponía en boca de estas mujeres. La unión
carnal con el diablo, admitían a la fuerza muchas de ellas, era muy dolorosa
debido al descomunal tamaño de su pene.
De acuerdo con el
acta de un proceso de Dillinger en 1587 la partera del pueblo, tenida por
ayudante de Walpurga y, por tanto, acusada de brujería, confesó que con
frecuencia había viajado a muchos lugares con su novio (Satanás) montada en la
horca, aunque no muy lejos debido a su trabajo. La Walpurga admite que todos los años ha
desenterrado uno o dos niños inocentes cerca del cementerio de San Leonardo.
Que se los ha comido en compañía de su novio el diablo y otros amiguetes (demonios).
Los huesecillos los ha utilizado para fabricar granizo un par de veces al año.
Hubo teólogos que
afirmaban que el diablo podía tener comercio con vírgenes sin por eso desflorarlas.
Así se explica que murieran en la hoguera miles de muchachas vírgenes e incluso
niñas por haber tenido relaciones sexuales con el diablo.
Pero no se puede
hablar de pruebas sin mencionar la del agua. En esta prueba a la acusada se le
ataba el dedo gordo de la mano derecha al dedo gordo del pie izquierdo o
también la mano izquierda a la pierna derecha, de modo que no pudiera moverse.
Se le rapaba el pelo y se la dejaba caer desnuda en el agua. Si no se hundía
era prueba evidente de que tenía alianza con el diablo y era bruja. Las mujeres
y muchachas que se hundían y morían ahogadas eran inocentes y recibían un
entierro cristiano."
Pero, había un
modo de librarse de esta prueba y era a través de la báscula de Oudewater en
Holanda. Carlos V otorgó a esta localidad el privilegio de pesar a los acusados
por brujería, pagando un precio, y si la balanza daba el peso que se suponía
debía tener la persona se el extendía un certificado que afirmaba que el
alcalde, los escabinos y concejales de la ciudad de Oudewater daban fe y
confirmaban a petición de la persona en cuestión.
Pero esto sólo se
lo podían permitir quienes tenían dinero para viajar hasta Holanda y pagar el
precio del certificado.
Sobre los interrogatorios,
Vicente Romano recoge el listado de preguntas que se le hacían a las acusadas: "¿desde cuando eres bruja?, ¿por qué?, ¿cómo?, ¿a quien elegiste como compañero?,
¿cómo se llama tu amo entre los malos espíritus?, ¿cuál es el juramento que le
hiciste?, ¿qué dedos tuviste que levantar?, ¿dónde celebrasteis las bodas?, ¿qué
platos comisteis?, ¿cómo estaba puesta la mesa?, ¿estabas también tú sentada a
la mesa?, ¿qué música se tocó?, ¿qué danza se bailó?, ¿bailaste tú?, ¿a quién
te dieron por compañero en la ceremonia?, ¿qué mal les has causado a quienes y
cómo?, ¿por qué le causaste este mal?, ¿cómo se podría remediar?, ¿qué hierbas
o qué otros remedios se pueden emplear para curar ese maleficio?, ¿a qué niños
has echado mal de ojo y por qué lo has hecho?, ¿quiénes son tus asociados para
el mal?, ¿por qué el diablo le da golpes por la noche?, ¿cómo se puede volar
por los aires?, ¿qué palabras pronuncias cuando vuelas?, ¿vas muy rápida?, ¿quién
te ha enseñado a volar?, ¿qué gusanos y qué orugas has creado?, ¿con qué haces
estos animales perniciosos y cómo los haces?, ¿ no ha puesto el demonio un
plazo a tus maleficios?
La tortura era el
alma de todo el proceso. Es impensable que una mujer vieja o joven desnuda ante
jueces llenos de odio y prejuicios y sometida al examen minucioso de marcas
diabólicas hubiera podido resultar inocente. El fin justificaba cualquier medio. Las
confesiones obtenidas en el primer grado de tortura se consideraban voluntarias.
Si la víctima no reiteraba su confesión de manera bastante convincente se le
negaba los sacramentos y solo escapaba
de morir asfixiada la que había mostrado suficiente arrepentimiento. Las
prescripciones canónicas prohibían a la iglesia el derramamiento de sangre,
aunque a veces también se decapitaba, lo que para la víctima suponía una
salvación. Al infame manual de los
inquisidores El martillo de brujas le parecía que el suplicio de la
quema era demasiado corto, puesto que apenas duraba media hora y recomendaba el
empleo de leña verde para prolongar el tormento.
Una de las
verdaderas razones de los numerosos procesos de herejía y brujería era también
el hecho de que el dinero y los bienes de la víctima pasaban a la Iglesia. Los
inquisidores y confesores se quedaban también con los premios de la traición. La
quema de brujas suponía entonces el medio más rápido y seguro para enriquecerse. Todo el que denunciaba a una bruja o al menos
manifestase su sospecha recibía en el obispado de Bamberg 10 gulden, cantidad
nada despreciable para aquellos tiempos. Si la sospecha se confirmaba se le
asignaba una porción determinada de los bienes.
En un proceso de
brujas ganaban todos los que participaban en él: obispo, escribano, escabino,
verdugos, delatores. El vino y la comida del verdugo y su ayudante durante el
interrogatorio corrían por cuenta de las inculpada. A menudo estos hombres se emborrachaban
mientras contemplaban la tortura de las desgraciadas. Cuando el verdugo mataba
con la horca la espada o el agua, recibía 3 gulden. En otros tipos de ejecución
que le costaban más trabajo, por ejemplo, en la hoguera, durante la tortura o
empalamiento recibía la paga máxima de cuatro gulden. Si una de las brujas se
liquidaba a latigazos, un trabajo nada fácil, el verdugo recibía una propina de
medio gulden. Por último, cuando una persona era condenada a muerte tenía que
pagarle un gulden al pregonero.
En Francia los
gastos del proceso y la ejecución ascendían a unos 500 francos. Desde la paja
del catre hasta el honorario por consultar las actas hasta el hombre que tenía
que recoger a los torturadores antes de que empezase la tortura y la mujer que
le cortaba el pelo, todo corría por cuenta de la víctima.
Los jueces
carecían de un sueldo fijo, sus ingresos dependían, por lo general, de las
multas en metálico que detraían de los bienes de las condenadas. Por ello los
juristas se peleaban por obtener el puesto de jueces de brujas. Por cada bruja
condenada se recibía un premio, de ahí que fuesen tan pocas las que salieran en
libertad.
Las cifras de
número de víctimas asesinadas en la hoguera son imprecisas, pero oscilan entre
las 500.000 y las 9.500.000."
El trabajo de
Vicente Romano, publicado en 2021, por Editorial Popular, concluye defendiendo
que “la historia de las brujas es la historia de la discriminación y
subyugación de la mujer, la historia de la misoginia, que se inició con el
advenimiento del patriarcado, se justificó mediante la mitología y se exacerbó
con la invención del pacto con el diablo por parte de la Iglesia. La historia de las brujas se remonta a la primigenia
división del trabajo. La evolución de los cambios sociales se mueve siempre al
ritmo de las transformaciones efectuadas en la división del trabajo. Y esta no
es más que la fundamentación de una jerarquía de valores ordenada de arriba abajo,
de lo superior a lo inferior, de Dios a Satanás, del rey al súbdito, del Papa
al monaguillo, etc. La división histórica del trabajo es la división del
trabajo entre los géneros y las generaciones.”
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