30 de agosto de 2924. Día 5
Con las primeras
horas del día nos reencontramos con Lugo, que nos sorprendió decimonónico,
estiloso y elegante. Sus calles y plazas deslumbrados por la blanca luz matinal
parecieron tornar el color como si el velo de la tarde que conocimos se acabara
de arrojar. Fue un Lugo distinto, un Lugo luminoso que daría sentido a la
creencia de que su nombre procede del dios celta Lug, dios solar de los artesanos y
el comercio.
Tras el almuerzo,
copioso y delicioso como siempre, creímos buena idea viajar hasta Lourenzá
donde un concierto de Luar na Lubre nos encandiló como canto de sirena. Pero
fue un fiasco, porque había que esperar hasta la madrugada. Y continuamos errando al decidir ir hasta Foz, donde su fiesta normanda no cumplió las
expectativas.
31 de agosto de 2924. Día 6
Era el último día
de los pocos que íbamos a estar en Galicia. ¡Nunca más! ¡Nunca máis! viajaré al
norte con tan poco tiempo. El estrés de la sola idea de la marcha hacía que los
minutos volaran. Me afanaba en retenerlos, deseaba paralizar el irremediable
caer de los granos de arena del reloj, pero era imposible, mientras las horas
avanzaban hacia el inexcusable fin del viaje.
Estuvimos en casa,
disfrutando del bosque y por la tarde acompañamos a los jóvenes a verlos dar un
último chapuzón en la tirolina del rio que, como ellos, no volverá a ser el
mismo.
La laguna de Cospeito fue la imagen que atrapé al anochecer y con la que llegamos de nuevo a
casa, al bosque de robles, al huerto de Suso y Sabela, al hogar de sus
antepasados, cuya estancia tan generosamente nos regalaron.
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