29 de agosto de 2924. Día 4
En las
habitaciones de arriba de la casa resonaban los sonidos de la cocina que se encontraba en
la planta baja, y cuyas ventanas daban directamente al prado. El rechinar de
platos y el borbotear de la cafetera animaba al despertar junto al olor a pan tostado.
Muy cerquita de
casa se encontraba la localidad de Mondoñedo, la ciudad que fue sede
catedralicia a principios del siglo XIII, lo que la convertiría, junto con el
fuero del Rey, en la capital de la provincia del Reino de Galicia. Un lugar de
calles empedradas que inventó la tarta más rica del mundo combinando hojaldre,
biscocho, pasta de almendra y cabello de ángel.
Su catedral, centro neurálgico de la ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2015, junto a la catedral de Lugo, asoma su románico en una plaza conquistada por puestos ambulantes que si entornamos los ojos nos podrían llevar a ese medievo en el que igualmente compartirían espacio.
El románico de su interior se nos escapó entre los dedos al descubrir que la entrada tenía un precio, unas monedas como las de los mercaderes a los que Jesús echó del templo.
Con el cielo
encapotado y entre finas gotas de lluvia, continuamos paseando hasta los
canales de agua del barrio de los artesanos que aprovechaban para los numerosos
molinos ubicados en el cauce del río. El barrio dos Muíños, por el que pasearía Cunqueiro, aún
permanece, como en tiempos pasados, dedicado a oficios como la alfarería y
sustituyendo otros por más modernos incluyendo su visita en rutas turísticas.
Rodeado de
montañas verdes y entre callejuelas de laberinto, Mondoñedo nos despidió
advirtiendo de que cualquier momento podría convertirse en un nuevo
reencuentro.
La juventud que dejamos en casa, esa mañana no nos acompañó. Prefirieron
descubrir un río junto al bosque donde bañarse y un lago para avistamiento de
aves cercano.
Durante la tarde
estuvimos en casa. Juegos de mesa y música celta para agarrar con fuerza un
ilusorio adiós al verano.
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