Cuando un hombre nace, el azar o el destino, según la creencia de
cada cual, le vinculará inexorablemente a un contexto histórico-social que
oscilará entre las democracias y los totalitarismos. Pero la mujer al nacer
estará siempre sometida a un régimen patriarcal.
El patriarcado, cuyo origen se pierde en el principio de los
tiempos y es definido por Nuria Varela como el sistema político de opresión de
los hombres sobre las mujeres, ha construido nuestros esquemas mentales y es la
causa de la desigual jerarquización de hombres y mujeres.
Desde los años setenta en los que el movimiento feminista propició
las primeras teóricas, y antes de ellas las sufragistas y con anterioridad,
mujeres ilustradas como Olimpia de Gouges, el esfuerzo por acabar con esa
desigual jerarquización ha sido constante, encontrando una persistente y
violenta resistencia patriarcal.
Llegado el siglo XXI, y ya en esta su segunda década, hay momentos
en los que nos engañamos creyendo que la sociedad ha cambiado, en respuesta a
ese empuje ideológico feminista, pero nos damos cuenta del engaño cuando
miramos el calendario que marca los feminicidios que al mes se dan sólo en
España y que son ya 64 en lo que llevamos de año.
Esta sociedad enferma, que abriga con sus parámetros ideológicos a
maltratadores y asesinos, no termina de sanar. Estos hombres anclados en un
tiempo pasado, aferrados a un estereotipo de mujer que afortunadamente está en
extinción, se niegan a escuchar y a reconocer un modelo de sociedad
igualitaria, en el que cada cual tenga similar espacio de libertad y elija el
papel que quiera desempeñar en la vida.
Las quejas silenciosas de nuestras abuelas, que cobraron voz en
nuestras madres, hoy también las escucho entre amigas, ilustrando una realidad
que se empeña en no avanzar.
Da igual la clase social, da igual la formación académica, estos
hombres que incluso algunos se imaginan no convencionales, son los
representantes de esta España en la que cada día aumentan los divorcios como
una decisión unilateral femenina, conllevando un alto coste emocional,
económico, de salud y de poner en peligro la propia vida.
Y es de sentido común que sean las oprimidas las que rompan las
cadenas ya que los opresores no están dispuestos a renunciar a los privilegios
que les ofrece el patriarcado. Este sistema político basado en el egoísmo, en
el egocentrismo masculino y en la misoginia.
Por ello la sororidad se hace hoy más necesaria que nunca y, sobre
todo, la complicidad de los hombres que hayan escapado de ese bunker patriarcal
que también les tiene atrapados. Porque son precisamente ellos los que más
influyen entre los demás.
Se dice que el feminismo es la revolución que aun no ha terminado,
y quizás lo sea porque ha sido la lucha del 50 por ciento de la población,
cuando es necesario la implicación del 100% de la sociedad para lograr la
vuelta de tuerca que todas esperamos.
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