Loreena Mackennitt pidió que no se hicieran fotos durante el concierto
Se dice que la patria de la humanidad es
la infancia, pero esta frase, además de pretenciosa es atrevida. La patria de
la humanidad no es una, sino muchas, tantas como emociones hayamos anclado en
nuestros recuerdos en los diferentes momentos de nuestra vida. Y en el cofre en
el que se atesoran los míos, aguardan las canciones de Loreena McKennitt como
en un bucle infinito. Junto a ella, los castaños que nos guían hasta La
Canaleja, la leña, el humo y el fuego del hogar, mis hijos, mi padre, mi madre,
y sobre todo, Jose Ángel que ponía sobre mi vientre, en el que crecía Pablo, sus
cascos del discman mientras sonaba el álbum The book of secret y,
bromeando, le decía al bebe nonato que era yo la que cantaba.
De eso hace ya 27 años, pero escucharla
sigue siendo el mismo remanso de paz, de belleza y de conexión con la tierra, y
su universo musical el despertar de sentimientos preñados de nostalgia,
sensaciones agridulces que, a menudo, me rompen el alma.
Viajamos hasta La Rábida 15 años atrás para
disfrutar de su música, también en una noche de verano, y en esta ocasión ha
sido ella la que nos buscó y encontró el domingo 7 de julio en La Plaza de
España de Sevilla.
La música en directo, su voz, apenas
gastada por el tiempo, y la puesta en escena austera y elegante como acostumbra,
fue un regalo envuelto por una noche que ignoró el calor propio del mes de
julio.
Como ella misma expresó, la mayor parte
del concierto la dedicaría al álbum The Mask And Mirror, haciendo volar
sus hermosas notas junto a una tímida brisa que embelleció su cabello y su
rostro.
Arropada por el edificio emblemático de Aníbal
González, franqueado por el Parque de María Luisa, Loreena Mckennitt embriagó al
viento, al cielo nocturno y nos embriagó a nosotros, que nos mecíamos a la par
de sus melodías telúricas de cosmogonía ancestral.
Caroline Lavelle al violonchelo y puntualmente al acordeón y a la flauta dulce, Brian Hughes a las guitarras y el
bouzouki, Hugh Marsh al violín, Dudley Phillips al bajo eléctrico y
contrabajo y Robert Brian a la batería, acompañaron a esta artista canadiense
que comenzó vendiendo en la calle las cintas de casete que ella misma producía.
Loreena, nuestra Loreena, al piano
eléctrico y de cola, al acordeón y como no, al arpa, desgranó las canciones que
nos sabíamos de memoria y que nos trasportarían a mundos celtas, exóticos y españoles,
como el tema Santiago, con el que vibraron las gradas y los palcos.
Desde Marrakesh hasta Camelot, pasando
por Ítaca y el lejano Oriente, su música fusiona el folk celta y la llamada new
age con toques medievales que enmarcan las historias y las funde en un alambique
en el que caben las tres culturas.
Loreena Mckennitt, con más de 14
millones de discos vendidos y una carrera que alcanza las tres décadas, dijo
sobre el lugar en el que se encontraba, que era el más bonito en el que había tocado
en toda su vida, y en sintonía nos dedicó dos bises Spanish Guitars And
Night Plazas y al arpa Tango to Evora cerrando el concierto que
cubrió de emoción y belleza cada poro de nuestra piel.
Ciertamente nuestra infancia puede ser
nuestra patria, pero también lo es el recuerdo de tantos momentos en los que su
voz, su letra y su música nos ha acompañado.
Comentarios
Publicar un comentario