Dia 5. 10 de junio
Como los días anteriores,
nos dejamos llevar por el devenir de la organización del viaje, pero
conscientes de su inminente final. Por ello, había que exprimir el día, que
sería el último en Italia. Al menos, de esta ocasión. Así, con una sensación
agridulce, entusiasta y melancólica dejamos atrás Florencia y nos dirigimos a
Lucca.
Esta ciudad de músicos
como Boccerini o Puchini, que debió su riqueza al comercio textil, se divisa
con su doble muralla, la primera medieval y la segunda renacentista,
construidas para defenderse de sus vecinos pisanos o florentinos que nunca
llegaron a cruzarlas.
La mañana encapotada y con
un leve viento fresco nos recibe a las puertas de este enclave cuyo vestíbulo
es un paseo franqueado por plátanos y olmos, altivos y sanos, levantado sobre
el antiguo decumano romano y camino de peregrinos a los que ya sólo les
quedarían 20 días para llegar a Roma.
Lucca, ciudad acogedora y
preciosa, de un medievo abrumador, anclado en el siglo XI, conserva 99 iglesias
de las 140 iniciales y esconde en su interior una nueva joya del románico
pisano, su catedral, alzada sobre el antiguo foro romano, que como la de Siena,
registra en el lienzo eterno del arte, las influencias que los mercaderes
pisanos trajeron de Oriente.
Levantada en el siglo VIII
sobre una iglesia lombarda del siglo IV y con advocación a San Martín,
conserva algo inusual en el arte medieval: la firma del arquitecto Vido Da
Como, en una esquina junto a una escultura que no se deja ver por la distancia pero
que hoy es robada por las lentes de las cámaras fotográficas.
Como ocurriría con la
mayoría de estas gigantescas arquitecturas terminarían siendo góticas acogiendo
en sus paredes obras de arte de artistas como Tintoretto y la que probablemente
se convierta en la escultura de madera más antigua de Europa y más venerada en
el medievo: un Cristo crucificado por el que arqueólogos, restauradores y
expertos en arte continúan debatiendo su origen y fecha. La leyenda cuenta que
Nicomedo lo mandó tallar y que lo enterró por temor a que los romanos lo
destruyeran. En la Edad Media se soñó el lugar en el que estaría enterrado y
tras encontrarlo se colocó en una barcaza sin patrón que lo llevaría hasta las
costas de Italia, arribando entre las lindes de dos obispados. Y ante la
discusión de a cuál de ellos correspondía, se decidió ponerlo en una carreta
tirada por bueyes sin jinete que finalmente terminó en Lucca. Desde entonces lo
procesionan, siendo sustituido en los últimos años por un palio, ya que la escultura
del s. VIII y probablemente de Siria se encuentra en restauración.
Recorrer las calles de
Lucca se antoja viajar a un pasado idealizado por la pátina del tiempo, que hoy
convive con una peatonalización sometida a la tiranía de bicicletas y vehículos
de residentes. Y resulta emocionante descubrir a la vuelta de cada esquina esas
iglesias cebradas, mientras la guía ni las menciona por la costumbre de su
presencia centenaria.
Tras el almuerzo
callejero, dejamos Lucca, la ciudad de la luz que como Lugo comparte etimología
celta para encaminarnos hacia Pisa donde su monumentalidad está a las afueras
de la urbe, advirtiendo de su poder antes de entrar en la ciudad.
Pisa fue una de las cuatro
repúblicas marineras, junto con Génova, Venecia y Amalfi que hoy se ofrece
también abierta a los Erasmus de Europa en un curioso giro del destino ya que
en ella se formaron los mejores estudiantes en la Scuola normale di Pisa. Ubicada
en la plaza de Los Caballeros, en este centro fundado en 1810 se graduó el
premio Nobel de Literatura Giosuè Carducci.
También entre sus alumnos ilustres se encontrarán el historiador y
filósofo Paul Oskar Kristeller o Carlo Azeglio Ciampi, miembro de la
Resistencia y Presidente de la República de 1999 a 2006, e impartirá clases el
teórico de la no violencia y filósofo Aldo Capitini.
Cruzar la muralla y
descubrir la grandiosa catedral, el Baptisterio más grande de la cristiandad y
el campanario más famoso del mundo por su inclinación que lleva siglos retando
a la ley de la gravedad, impresiona y recuerda la sensación de vértigo que provoca
la acrópolis de Atenas.
Los rayos de sol, sobre el
mármol blanco de estas construcciones centenarias, iluminaban un paseo repleto
de sensaciones, de caminatas, de historias del pasado que conforman el presente.
Un paseo atiborrado de turistas o viajeros afanados en aprisionar el instante que
vinculaba un ayer lento y tardío con el hoy que muere acelerado.
La ciudad de Pisa de color
marrón como sus edificios, soleras y puentes sobre el rio Arno que la cruza,
presume y marca las distancias con Florencia, aquella otra república cuyo poder
también a Pisa hizo sentirse amenazada.
Y al caer la tarde
abandonamos Pisa, sus callejuelas y su inspiración estudiantil y, a sus
afueras, en la tranquilidad de entre jardines y olivares, nos esperaba la
residencia de los Grandes Duques, antiguo balneario del siglo XVIII convertido
hoy en hotel. La traca final de un viaje que no dejó de sorprendernos ni un
segundo.
El regreso a casa, a la
mañana siguiente, comprimió el tiempo del mismo modo que a la llegada. El avión
transformaría nuestra realidad en apenas dos horas, pero no borraría de
nuestros recuerdos la eternidad atrapaba a golpe de martillo y cincel.
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