Día 3. 8 de junio
Entre viñedos, con
el sol ya alto y el cielo despegado abandonamos Arezzo y comenzamos el día dejando que los cipreses
recorten su silueta en él. El campo verde, verde el arbolado que se divisa a lo
lejos y verde la hoja de las moreras enfiladas a lo largo del camino que nos
llevará a Siena, declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en 1995.
Fundada por Sieno,
hijo de Rómulo, es la ciudad medieval que llegó a ser envidia de Florencia pero
que sucumbió al trágico destino que le esperaba, tras la cruenta epidemia que
esquilmó sus gentes, su historia y su esplendor. Fue la peste de 1348 la que asoló
Europa y que, no obstante, a Siena le permitió que hoy muestre el rostro
medieval de aquel entonces, sin apenas cambio, como si el tiempo se hubiera
quedado varado.
Caminar por sus
calles, es caminar por un pasado que floreció gracias a la Vía Francígena, ruta
lombarda del siglo VII que unía el norte de Italia con la Toscana y Roma, a
donde se dirigían los peregrinos por motivos expiatorios o devocionales. Este
peregrinar favorecería a la incipiente banca que enriquecería a familias como
los Medici y vestiría las ciudades de lujosos edificios, como el que aún
conserva al banco en activo más antiguo del mundo.
Las murallas de
Siena, de la misma tonalidad del ladrillo de sus edificios que dieron nombre al
color, no se construyeron para proteger a los sieneses, sino a los soldados
florentinos que habitaban tras ellas y tenían la encomienda de asegurar el
dominio de Florencia sobre la ciudad.
Pero si hay algo que
llene de orgullo a esta ciudad es su catedral, levantada sobre un antiguo
templo dedicado a Minerva y consagrada hoy a Santa María Assunta. En ella, con
sus columnas de inspiración islámica y su suelo embellecido con taraceas de
mármol, se alzan esculturas de Bernini, de Donatello y de un joven Miguel
Ángel, en un espacio compartido con su pasado mitológico y pagano de ciudad
antigua. Y está en esta catedral el brazo izquierdo de San Juan Bautista, que,
junto al dedo pulgar de Santa Catalina en la iglesia de San Dominico,
configuran una de las rutas de reliquias tan proliferas en la época.
Sobre el antiguo
foro romano, hoy Plaza del Campo, desde el siglo XIV, se celebra la fiesta del
Palio, una carrera de caballos, internacionalmente conocida, que enfrenta a los
diferentes barrios de la ciudad “contradas” engolados con estandartes y
rebautizados con nombres de animales con los que se sienten identificados como
si fueran tótems. En representación de cada barrio compiten los jinetes,
profesionales contratados, sobre caballos aportados por el Ayuntamiento que se
han sorteado y a los que se vela durante la víspera para garantizar su protección.
Se llama del Palio, esta fiesta que se celebra cada mes de julio, porque es un
lienzo de tela bordado el trofeo, que posteriormente pasará a ser pieza de
museo.
Alrededor de esta
plaza, presidida por el campanario, coronado de blanco, conocido como Torre del
Mangia se ubican hoy terrazas y restaurantes, tiendas de souvenirs y
escalinatas sobre las que descansan jóvenes y turistas, sin alcanzar a imaginar
el cambio de su fisonomía con la celebración de esta tradicional y populosa
fiesta.
Y tras el grato
descubrimiento de la gastronomía de Siena, el viaje continúa hacia San
Gimignano, la ciudad de las 13 torres, otra joya medieval, pero a menor escala,
que se ofrece al visitante acogedora y entusiasta. Su calle principal,
abarrotada de tiendas y casas empedradas, conduce hasta la Plaza del Duomo
donde se encuentra la Colegiata, cuya fachada románica recuerda la Catedral de
San Lorenzo de Viterbo que dejamos días atrás. Ahora, un café o un helado de
los más reconocidos de Italia, incluso unos zapatos nuevos que alivien el dolor
de pie se ofrecen como una tentación irrefrenable para reponer pilas y regresar
al bus que nos conducirá hasta el corazón de la Toscana: Florencia.
Colegiata de San Gimignano
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