Día 2. 7 de junio
Amanecemos en
Viterbo y continuamos el viaje hacia la región de Umbria, corazón verde de
Italia, dominado por las colinas y montañas de los Apeninos, y por el Tíber,
cuyas aguas conducirían a los gemelos Rómulo y Remo, recién nacidos y fugitivos
de un fatal desenlace, hasta las orillas de Roma.
Las diferentes
tonalidades de verde que se divisan tras los cristales retrotraen hacia parajes
norteños de España, y la frondosidad de la vegetación a la riqueza natural de
la sierra de Aracena. Es la tierra de los antiguos umbros la que ofrece a
Bagnoregio o “La ciudad que muere” a lo lejos y en lo alto sobre la roca. A
consecuencia de la erosión natural que ha ido desgastando, con el paso de los
siglos, el terreno sobre el que se asienta este enclave, su fisonomía recuerda
al Monte Saint-Michel en Normandía, sobre el que se levanta la antigua abadía
del mismo nombre. Un camino inclinado, como si de un puente colgante se
tratara, conduce hasta las puertas de esta ciudad medieval por la que parece
que el tiempo no ha pasado, si no fuera por el desgaste de sus cimientos. Sus
callejuelas empedradas, el jazmín estrellado de sus muros que acompañarán todo
el viaje y la lontananza adivinada en cada esquina configuran el lugar como un
extraordinario e improvisado escenario cinematográfico. El regreso, dejando
atrás la montaña, el valle que la rodea y la roca erosionada de la ciudad que
muere, con el sol soberano presionando nuestras pisadas que sentimos infinitas,
resultó una agridulce sensación: el descanso tras el esfuerzo, pero la
nostalgia por un paraje inefable.
Así, llegamos a
Orvieto donde su impresionante catedral muestra el románico pisano de claras
influencias orientales, que rememoran la Mezquita de Córdoba, y su interior se
encuentra decorado con frescos de Luca Signorelli, alumno de Piero della
Francesca y maestro de Miguel Angel. Las esbeltas columnas cebreadas circundan
la escultura de la Anunciación de Franchesco Mochi que muestra un gesto
femenino más acorde a la actualidad que propio del Renacimiento.
Y ya gótico, el
Duomo di Orvieto proyecta su belleza arquitectónica de dimensiones descompasadas
con respecto a la población que crece alrededor de su plaza conservando aún
vestigios de su época medieval.
Abandonando Orvieto
nos adentramos en la Toscana donde Arezzo se convirtió en plató de cine durante
el rodaje de La vida es bella. Su Basílica de San Francisco, del siglo
XII, alberga los frescos de Piero della Franchesca que inspiraron a Miguel
Angel para la Capilla Sixtina y Pasolini mostrará a los actores, durante el rodaje
de El Evangelio según san Mateo, con la intención de que reprodujeran sus
expresiones. Son los episodios de la obra del siglo XIII La leyenda Dorada
del fraile dominicano Santiago de la Vorágine que recopila vidas de santos y
explicaciones de fiestas litúrgicas. Estos frescos estuvieron cerrados al
público durante 15 años para su restauración.
La catedral de
Arezzo de un gótico precioso conserva hermosas vidrieras que sobrevivieron,
algunas, a los intensos bombardeos de la II Guerra Mundial y ostenta la tumba
del patrón de la ciudad, San Donato, erigida en el siglo XIII con mármol de Carrara
emulando filigranas de marfil. Pero a San Donato le falta la cabeza que rodó con
vida propia hasta otro lugar sobre el que se construyó una iglesia para guardarla.
Arezzo es también la
ciudad natal de Petrarca que aun conserva el pozo que junto a su casa menciona
Bocaccio en la cuarta novela del séptimo día de su Decameron y relata la
historia de un celoso patológico al que su amada, en un inteligente giro de guion,
lo expuso a escarnio de la ciudad.
Y, al caer la tarde, un
campo de viñedos se ofrece para el descanso de un agotador e intenso día entre frescos
medievales, piedras renacentistas y evocaciones literarias.
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