Justo hoy, hace una semana que
llegamos de Creta, y de aquellos días conservamos el dulce recuerdo del tiempo
pasado en esos lejanos y, a la vez, cercanos parajes y el regreso a nuestras
raíces, que entroncan con esa tierra que albergó el origen de la civilización
europea.
De la Creta antigua nos queda
el romántico interés por desvelar una cultura en la que la mujer ocupó un lugar
relevante, en la que la Diosa presidía el altar, exento de divinidades
masculinas y en la que la vida se medía por su disfrute en lugar de por su
sufrimiento.
De la Creta contemporánea
recordamos el cristalino azul del mar, la transparencia del verde océano, el
traslúcido turquesa del agua, atrayendo irracionalmente como antiguas sirenas; el
amanecer temprano con el sol precoz sobre el horizonte, invitando a gozar como
lo haría en tiempos minoicos; las pequeñas capillas ortodoxas repartidas por la
ciudad acogiendo flores oferentes e imágenes de santos, emulando los secretos
rincones en los que sus antepasados minoicos advocaban a la Diosa. Y recordamos
el resonar de las chicharras al despertar la vida, advirtiendo del estrecho
vínculo que nos une con la naturaleza y que con tanto esmero quedó plasmado en
la cerámica que los comerciantes cretenses expandieron por el Mediterráneo
durante el extenso periodo de Minos.
También, en la Creta actual
descubrimos una saludable costumbre de poner siempre sobre la mesa de cualquier
establecimiento de hostelería una botella de agua con vasos, como una
hospitalaria muestra de recibimiento, antes de anotar la comanda: el mejor
regalo que puede recibir un sediento visitante, sobre todo proveniente de un
pueblo insular. Generosidad como la de sus antepasados minoicos que podemos
imaginar en los detalles que la arqueología ha desentrañado y continúa ahora
indagando en los restos contenidos en las cajas que Arthur Evans descartó.
De la Creta de nuestros días preservamos
la idea de aquel pueblo oculto bajo láminas de tierra, y a pedacitos recogido
en urnas de madera, custodiadas por arqueólogos, que está hoy en el tráfico
alocado que atraviesa la isla y recorre las calles, sorteando espacios reducidos
llenos de transeúntes, bicicletas y vehículos.
Y como en una suerte de
sortilegio, la Creta antigua se hermana con la moderna y perdidos en el
laberinto de Heraclión, Ariadna ilumina la confusión y ayuda a retomar el
camino. Ella, que daba nombre a una calle, mágicamente es la pista que debíamos
seguir.
De Creta, de su pasado, de su
mitología y de su modernidad queda ahora el dulce recuerdo y el poso emotivo de
haber rozado, al menos, con la yema de los dedos una cultura remota que
apasiona y de la que aún nos queda mucho por conocer.
María del Mar, precioso relato que invita a conocer Creta y gozar de ella como tu lo has hecho. Me encanta leerte. GRACIAS!
ResponderEliminarRelato emotivo y profundo que invita a conocer la isla y por supuesto a seguir la lectura de tus textos. Muchas gracias. Carmen Alfonso
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