El escritor romano Lucio Apuleyo,
escribirá en su obra El asno de oro un hermoso texto sobre la Diosa, poniendo
de relieve el tiempo lejano en el que eran las divinidades femeninas las que regían
y que aún en su época, siglo II, ya bajo el soberano rey sol, conservaban
fervor, entusiasmo y adhesión
"Aquí me tienes, Lucio; tus ruegos me
han conmovido. Soy la madre de la inmensa naturaleza, la dueña de todos los
elementos, el trono que da origen a las generaciones, la suprema divinidad, la
reina de los Manes, la primera entre los habitantes del cielo, la encarnación
única de dioses y diosas; las luminosas bóvedas del cielo, los saludables
vientos del mar, los silencios desolados de los infiernos, todo está a merced
de mi voluntad, soy la divinidad única a quien venera el mundo entero bajo
múltiples formas, variados ritos y los más diversos nombres. Los frigios,
primeros habitantes del orbe, me llaman diosa Pessinonte y madre de los dioses;
soy Minerva de Cecropia para los atenienses autóctonos; Venus Pafia para los
isleños de Chipre, Diana Dictymna para los saeteros de Creta, Proserpina
Estigia para los sicilianos trilingües, Ceres Actea para la antigua Eleusis,
para unos soy Juno, para otros Bellona, para los de más allá de Rhamnusia, los
pueblos del Sol naciente y los que reciben sus últimos rayos de poniente, las
dos Etiopias y los egipcios poderosos por su antigua sabiduría me honran con un
culto propio y me conocen por mi verdadero nombre: soy la reina Isis."
Como expresaría la filósofa y doctora en
filología Victoria Sendón en su obra Más allá de Ítaca, las palabras de Apuleyo
remiten claramente a la idea de la "Gran Madre del Paleolítico y cuya
autoridad pervive durante milenios. Es tanto la Naturaleza como el origen de
todas las divinidades, cuyos aspectos femenino y masculino ella encarna.
Constituye también la realidad última de lo que los filósofos llamarían `elementos': agua, tierra, aire y fuego."
Así, desde aquel remoto amanecer, de 20.000 años de antigüedad, la Diosa iluminó el firmamento, aunque su luz se ocultaría después con la imposición de un dios masculino con tan solo 4.000 años de edad. Por ello, su rastro no se borró de la memoria de la humanidad, su vestigio permanece y la advocación mariana de la que el cristianismo ha hecho gala hasta nuestros días es muestra de ello.
Las vírgenes que recorren nuestras calles
durante la Semana Santa y las que despiertan devoción durante las romerías de
nuestros pueblos rememoran aquella primera y ancestral devoción a la Madre,
Diosa blanca que glosaría Robert Grave, del nacimiento, el crecimiento y la
muerte.
Nuestras vírgenes nos retrotraen a un
tiempo oculto bajo la escritura de los mitos o bajo su interpretación sesgada,
que nos interpela para desvelar su auténtico significado. Más allá de los
relatos, escritos en masculino, existió un momento en el que lo femenino no
amenazaba, no provocaba terror y mucho menos esa incomprensible castración
freudiana. Lo femenino no era inferior, ni superficial, ni taimado, ni salvaje.
Lo femenino no era la causa de los males del mundo, ni la personificación del
mal. La Mujer con mayúsculas era la Madre con mayúsculas y representaba la
vida. La divinidad era femenina y piadosa y todo giraba en torno al gozo de
vivir.
Y este gozo también ha llegado hasta hoy, convertido en la devoción que envuelve las romerías que durante
el mes de mayo, hermosean campos, caminos y ermitas, como la de la patrona de
Gerena, Virgen de la Encarnación que salió de su templo el miércoles 31 de mayo
y se encaminó a su ermita a la espera de un nuevo renacimiento.
Como el mito de Deméter, diosa de la
agricultura, a quien Hades o según Heráclito, Dionisio, secuestró a su hija
Perséfone ocultándola en la oscuridad, las vírgenes permanecen en sus templos a
la espera de la llegada de la plenitud de la primavera, fecha en la que son
rescatadas y entregadas a la magia de la naturaleza.
Durante un milenio, casi sin interrupción hasta
el siglo IV, los peregrinos que acudían a ser iniciados en los misterios de
Eleusis, cuando llegaban al templo danzaban hasta la embriaguez en pro de una
catarsis que les prepararía para alcanzar la nueva percepción, como en nuestras
romerías en las que bailamos sevillanas frente a la Virgen antes de su salida
de la ermita. Sin saberlo, rememoramos la pérdida de Perséfone, la búsqueda
desesperada por parte de su madre Deméter, el encuentro, el retorno cíclico de
la hija y el renacimiento de todo lo existente.
La Virgen de la Encarnación de Gerena
salió de su ermita el domingo 4 de junio al atardecer, bajo un cielo amenazante
de lluvia y ante la espera jubilosa de los romeros que, como en un éxtasis
colectivo, la recibimos entre lágrimas conmovedoras de alegría y emoción.
Tras su caminar en torno a la ermita, dos
bueyes engalanados la esperaban para llevarla de nuevo al templo. Bueyes como
los que inmortalizarían al rey Argantonio de Tartesos, bueyes como los que Hércules
tuvo que robar a Gerión, bueyes que nos recuerdan a un toro manso y es el toro
el símbolo de la Diosa.
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