El mito romántico de la Sevilla eterna cautivó a mi madre, lo que unido a las mayores expectativas de empleo de su familia, la llevó a tomar la decisión de afincarse en la ciudad del Guadalquivir. Por ello mi padre solicitó cambio de destino profesional y junto a mis abuelos se trasladaron de Extremadura a Andalucía.
Sevilla,
su cultura y sus tradiciones nos fueron ajenas, pero crecimos imbuyéndonos de
ese universo nuevo y atractivo que, poco a poco, y con el paso de los años, lo
interiorizamos y, reconociéndolo como propio, se lo transmitimos a nuestros
hijos.
No
obstante, en ocasiones, me he descubierto ingrávida cuando a mi alrededor el
folclore más auténtico se hacía cotidiano. El puchero sevillano, la feria de
abril, el seseo y la Semana Santa, serían algunos de los baluartes por
conquistar, que dejarían, sin embargo, lagunas en el camino, como mi distancia
de los pregones de la semana grande de Sevilla.
Sin
embargo, la vida ofrece sorpresas tan maravillosas como la de nombrar pregonero
de la Semana Santa a Enrique Casellas, primo de mi marido y con ello despertar
mi interés por algo que creía lejano.
Y así fue,
como desde casa y en diferido, descubrí, la poesía, el lirismo, el compromiso y
la emotividad que impregnaron las páginas que Enrique leyó consagrando ese
trascendental momento, convertido en mágico recuerdo inmortal.
La
belleza de las alegorías, la riqueza de las imágenes poéticas y la humildad que
emanaba del escrito sirvieron de alfarera vasija sobre la que verter un relato
en el que la mujer, como símbolo de María, sería real y auténtica. Por ello, Enrique
nos contaría la historia de Encarnación y de Refugio que, como tantas otras
mujeres entregaron su vida a los demás y cuyos reflejos idealizaría en las
imágenes procesionales de las Vírgenes de San Benito y de San Bernardo.
La Virgen
de las Angustias, cuyo rostro de dolor contenido arrancaría aquellas palabras
profundas de Pascual González y que Enrique desprendería de su memoria para
compartirlas con nosotros y nosotras, sería otra imagen femenina. Como la de su
esposa y su hija y, sobre todo, la de su madre a quien homenajearía con
delicada belleza, mencionando de soslayo la enfermedad, de la que no se habla,
y que les fracturó el alma y el corazón.
Y
Sevilla, será la última alegoría de su pregón. Como Victoria de Inglaterra, o
la Germania alemana, o la Marianne francesa, Sevilla se encarnará en mujer y representará
a todas las mujeres que visibles e invisibles han construido la historia de la
Semana Santa sevillana.
Pero este
pregón, no es sólo uno, sino muchos. Poliédrico y complejo acariciará
sensibilidades convergentes y divergentes dando lugar a columnas que ya habrán
sido escritas por eruditos, apasionados y especialistas que lo situarán en el espacio
de honor que le corresponde.
Y este
pregón ocupará, además, un lugar especial en este sencillo rincón desde el que asoma
mi singular maridaje vital entre Sevilla y Badajoz.
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