Cuentan
que hay que morirse para escuchar alabanzas, pero no siempre es así. Hay
ocasiones en las que la admiración en vida se torna en generosa palmera, llenando
de éxitos la delirante cotidianeidad. Jesús Quintero fue uno de esos
afortunados que disfrutó de un merecido reconocimiento profesional y más allá
de sus luces y sombras que, como todos, pudiera haber tenido, se recordará por hacer
del periodismo una nueva expresión artística.
Lo escuché por primera vez, en las
madrugadas de 1986, apesadumbrada por las horas de sueño que me robaba y que me
pasarían factura por la mañana en el Instituto.
Lo conocí en 1990 cuando dirigía Radio América
desde su particular atalaya de la calle Placentines.
Y siempre me confundió, si como dijera Dalí
de sí mismo, la única diferencia entre él y un loco, era que él no estaba loco.
Jesús Quintero deambuló por los oscuros
rincones del alma de sus entrevistados y entrevistadas a los que embriagó,
tanto por lo que decía, como por lo que callaba.
Jesús rindió homenaje a ricos y pobres de
los que desveló secretos en igualdad de condiciones.
Y Quintero demostró que para brillar hay
que ir bien acompañado y por ello se rodeó de magníficos periodistas y guionistas que dando
una original e inédita vuelta de tuerca al periodismo encandilaron a radioyentes
primero y televidentes después.
La muerte podrá ser lapidaria y contundente,
pero no ocultará la algarabía de una vida de bohemia impostura, de compromiso cultural
y de una carrera de fondo por escalar una colina y bajar de una montaña.
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