El mar suena a lo lejos mientras ellas bailan bajo
la luna como en un sortilegio de venganza milenaria. Porque ellas son las
nietas de aquellas a las que quemaron en hogueras por huir de ataduras
patriarcales. Ellas son hoy libres de danzar en la oscuridad de la playa sin
temor a ser vistas. Son dueñas de las vidas que han escogido y pelearán por
conservar lo que a otras les costó la muerte.
Estas jóvenes, que
en esta noche de septiembre bailaban sobre las arenas de Cádiz, son las mismas
de entonces, que colmadas de sororidad y embriagadas de cantos telúricos se
reunían en prados y bosques únicamente protegidas por el amparo de la noche.
Sus risas, sus sensuales
movimientos y sus cabellos al aire nos recuerdan imágenes que nadie vio, pero
que la literatura y el cine han inventado a partir de relatos maledicentes.
Historias que fueron construidas con el único objetivo de amedrantar a las
mujeres que sortearon lo establecido mostrando que podía haber un modo
diferente de vivir.
Las jóvenes que
esta noche danzaban junto al vaivén de las olas, sentirán lejos las dolencias
de sus abuelas. Por fortuna, su alegría, enmarcada en una hermosa pintura
romántica, está libre de demonios y de pecado. Es sólo un baile bajo la luna
creciente, que no obstante, conserva el peligro ancestral de la regresión ante
nuestros pasmados ojos.
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