Esperanza de Triana
A pesar
del origen patriarcal del cristianismo, el catolicismo ha conservado de la
tradición pagana la advocación a la Diosa. Cuando en Europa no había dioses masculinos,
la Diosa era la madre de todas las cosas, sus hijos y amantes compartían la
esencia sagrada sólo por gracia de ella, ya que tenía poder por derecho propio.
Los datos arqueológicos han confirmado la generalización del culto a la
diosa-madre durante los periodos neolítico y calcolítico, perviviendo hasta el
tercer milenio a.C. en la zona del Egeo y, entrando el segundo milenio, en
Creta[1].
Pero, con
el nacimiento de los estados arcaicos la diosa-madre será sustituida por un
dios masculino al que el patriarcado le transferirá, además, el poder de la
creación y de la fertilidad. No obstante, su culto se conservará en la
veneración posterior a diosas femeninas como la Artemis griega, la Isis
egipcia, la Ishtar de Babilonia, la Brigit irlandesa, la Freia escandinava, la
Astarté fenicia, la Innanna sumeria, la Danu celta, o la Anath de Canaàn. Por
lo que, cristianizado el imperio romano, el emperador Constantino[2]
aboliría oficialmente el culto a Maria en cualquiera de las formas en la que se presentase. Sin embargo, una vez más, pervivirá reflejándose en las
conchas de vieira de Afrodita que los peregrinos, que llegaban hasta Santiago
de Compostela, llevarían cosidas en sus sombreros.
Las
imágenes de las vírgenes que recorren las calles de Sevilla durante la Semana
Santa, podrían ser igualmente reminiscencias de aquellas advocaciones a la
diosa-madre que durante milenios realizaría la humanidad. Ataviadas con bellas vestimentas,
engalanadas con ofrendas florales, bajo suntuosos palios, las vírgenes sevillanas
que procesionan, todas las primaveras la ciudad, consolidan el mágico vínculo
que nos une a ese remoto pasado, desvelando belleza y espiritualidad al unísono
de tambores, trompetas y clarinetes perfumados de incienso y azahar.
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