Hoy hace 9 días que Rusia invadió Ucrania ante la mirada perpleja del mundo, haciéndonos recordar aquella otra invasión que provocaría la 2 Guerra Mundial y, como nos enseña la historia, se conoce como comienzan las guerras, pero no como terminan. hasta que han terminado. Y esta guerra que está devastando un país, como aquella que leemos en los manuales escolares, proviene de un complejo de superioridad mal gestionado, de una nostalgia imperialista propia del siglo XIX y XX y de un brutal enriquecimiento que aliena y corrompe el espíritu.
Putin, el segundo hombre más rico del
planeta, forjador de una de las oligarquías más corruptas y mafiosas del mundo
quería pasar a la historia como el nuevo zar de la nueva Rusia, el nuevo
Napoleón soviético o el nuevo Hitler eslavo y, sin duda, lo va a conseguir.
Pero, Putin, a diferencia de estos se encuentra con un mundo globalizado en el
que la guerra tiene rostro de mujeres, hombres, niños y niñas. Tiene el sonido
de los mensajes de audio de los soldados a sus madres, justo antes de morir, o
de las voces entrecortadas por el llanto de los intérpretes de los discursos
que se intercambian los políticos. Un mundo que tiene a flor de piel el
sentimiento de solidaridad y fraternidad fruto de un duro tiempo de pandemia.
Es por ello, que sentimos nuestro el desgarro del pueblo ucraniano, su dolor y
su exilio. Esta guerra que pisotea la soberanía de un pueblo, como tantas
otras, por las que igualmente el mundo debería protestar, es la punta de un
iceberg que esconde armamento nuclear en manos de un demente.
Esta guerra caprichosa, que vulnera el
derecho internacional y alardea de una prepotencia consentida, se vislumbra con
difícil solución cuando la diplomacia se desprecia y sólo pondera la fuerza
bruta. Y es en este contexto en el que se puede compartir la entrega de armas a un
pueblo que las demanda, como aquí las demandaron nuestros abuelos para frenar
el golpe de estado que dio paso a la tremenda dictadura y su represión.
Probablemente la ayuda armamentística alargue la espiral de violencia, pero no darla
no mermaría las ansias de poder y de sangre que demanda el tirano. Es una
cuestión delicada, pero hacer lo contrario sería como presenciar una matanza en
la que las víctimas, además, estuvieran encadenadas. Ninguna guerra es peor que
otra, pero lo que diferencia a las modernas de las antiguas es que ahora
estamos interconectados y a los políticos que las abanderan, erróneamente les
presuponemos mayor respeto por la humanidad.
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