¿Por qué morirán los mejores mientras los malos siguen
con vida? ¿Por qué será que parece que sólo mueren los buenos dejando a los
malditos continuar con sus mezquinas ruinas? Es cierto, que para morir sólo hay
que estar vivo, pero la frágil línea que separa a vivos y muertos a veces, da
la impresión de que sólo la cruzan aquellos de los que más esperamos, a los que
más amamos o más necesitamos.
Hace un par de semanas murió Almudena Grandes, ahondando
en la inmensa falla de la desmemoria que pretendía combatir. Meses atrás Antonio
Jiménez Casero, silenciando la palabra de los que no tienen voz. Y antes que él
Carlos Ruiz Zafón, enterrando su universo de ficción que delataba nuestro más
inmediato y terrible pasado.
Con ellos murió una parte muy importante de la literatura
contemporánea española y, sobre todo, como en una fatídica conspiración, los
relatos más sinceros y comprometidos de los últimos tiempos. Los ideales más
honestos y la reivindicación más noble de la memoria.
Es la ironía de la vida. Es la chanza de la muerte.
De niña escuché a mi madre llorar y preguntarse en
voz alta, porqué había muerto mi abuela, siendo tan buena y habiendo tantos
malos con vida.
Años después, yo misma me hice la misma pregunta, cuya
respuesta acabo de encontrar: mi abuela y mi madre, como tantas abuelas y
madres se marcharon porque se tenían que marchar y allí donde se encuentren, si
es que están en algún sitio, además de en nuestro recuerdo, estarán en estos
días mejor acompañadas que nunca. Abrigadas por la dulce melodía de las palabras
de Carlos, de Antonio y de Almudena, por toda la eternidad.
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