Los constructores de épocas remotas, entregaban su vida a
construir las obras a las que dedicaban, también, todo su tiempo, a sabiendas
de que a menudo, generaciones no las verían finalizadas.
A diferencia
de la contemporaneidad en la que impera lo inmediato y fugaz, antiguamente el
tiempo, desde nuestra perspectiva, resultaría expandido. Sin embargo, en la
mayoría de los casos, aquellos hombres y mujeres que configuraron los primeros
oficios, no vivieron para ver terminadas sus creaciones, que nos legaron y hoy podemos
contemplar con admiración.
Hace 20
años, paseando por la sierra de Huelva, descubrimos una aldea de pocos
habitantes y mucho encanto: La Canaleja que nos enamoró y atrapó en un bucle de
trabajo incesante.
Desde
entonces, la antigua casa de Dolores y de Dionisio la hemos mantenido en un
constante estado de transformación, colmándola de vida y de amor. Como si fueramos
creyentes de la leyenda de los rifles Winchester, las continuas obras, cambios
y en definitiva, mejoras que hemos realizado en todo este tiempo, hubieran
evitado la presencia de fantasmas. Pero, nada más lejos de la realidad, porque
hasta los fantasmas hubieran sido bienvenidos entre los antiguos muros y la
sólida piedra que la sostiene.
Nuestra casa
de La Canaleja ha concentrado, a lo largo de los años, la esencia de los
antiguos constructores a los que en una suerte de homenaje hemos recordado con
frecuencia.
20 años es
un segundo en la construcción de una pirámide, pero es también un cuarto de
nuestra vida, en un tiempo que no se expande, sino que al contrario, da la
sensación de que, como el Universo, se contrae.
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