En Beltain
conmemorábamos la llegada del año nuevo, y durante la víspera de la fiesta
dejábamos morir todas las hogueras de Dun Carie. Los fogones de la cocina, que
habían ardido durante el invierno, quedaron desatendidos el día entero y por la
noche no eran sino un rescoldo. Lo sacamos con rastrillos, limpiamos el lar y
preparamos un fuego nuevo, mientras que en un cerro al este de la aldea
amontonamos dos grandes pilas de leña, una alrededor del árbol sagrado que
Pyrlig, nuestro bardo, había seleccionado, un avellano joven que habíamos
cortado y transportado con gran ceremonia por el medio de la aldea, hasta el
otro lado del río y después a lo alto del cerro. Del árbol colgaban jirones de
tela, y todas las casas, como la fortaleza misma, se habían engalanado con las
ramas nuevas del avellano joven.
Aquella noche los fuegos se apagaron por toda la
extensión de Britania. En la noche de Beltain manda la oscuridad. Preparamos el
banquete en nuestro salón de festejos, pero no había fuego para cocinar ni
luces para alumbrar las altas vigas. En ninguna parte había luz excepto en las
ciudades cristianas, donde los cristianos hacían hogueras enormes para desafiar
a los dioses, pero en el campo reinaba la oscuridad. Durante el crepúsculo
subimos al cerro en nutrido grupo de aldeanos y lanceros, arreando vacas y
ovejas hasta los apriscos de zarzo. Los niños jugaban, pero cuando la noche se
cerró los más pequeños cayeron dormidos y sus cuerpecillos quedaron tendidos en
la hierba mientras los demás nos reuníamos en torno a las hogueras apagadas a
cantar el Lamento de Annwn.
Después, cuando más negra era la noche, encendimos
el fuego del año nuevo. Pyrlig prendió un llama frotando dos palos mientras que
Issa echaba serraduras de astillas de alerce a las chispas, que soltaban un
débil hilillo de humo. Los dos hombres se agacharon sobre la llama diminuta,
soplaron, añadieron más astillas y, por fin, una llama fuerte brotó y todos
entonamos el canto de Beleños, mientras Pyrlig llevaba el fuego nuevo a las dos
pilas de leña. Los niños que dormían despertaron y corrieron a buscar a sus
padres mientras las hogueras de Beltain prendían con llamas altas y brillantes.
Sacrificamos una cabra, una vez encendidas las
hogueras. Ceinwyn, como siempre, se dio la vuelta para no ver cómo cortaban el
pescuezo al animal y cómo Pyrlig salpicaba la hierba de sangre. Después el
bardo arrojó el cadáver a la hoguera en la que ardía el avellano sagrado y los
aldeanos llevaron sus vacas y ovejas y las hicieron pasar entre las dos grandes
hogueras. Pusimos grandes collares de paja a las vacas y luego vimos el baile
de las mujeres jóvenes entre las dos hogueras, con el que pedían a los dioses
bendiciones para sus vientres. Habían bailado entre el fuego en la fiesta de
Imbolc y siempre volvían a hacerlo en Beltain. Por primera vez, Morwenna tenía
la edad de bailar entre las hogueras, y sentí una gran tristeza al verla
saltando y brincando. Parecía feliz, pensaba en el matrimonio y soñaba con
tener hijos, y sin embargo, al cabo de unas pocas semanas, tal vez estuviera
muerta o cautiva. Ese pensamiento me colmó de rabia y me alejé de las hogueras,
y entonces me sorprendió descubrir las llamas luminosas de otras hogueras de
Beltain ardiendo en la distancia. En toda Dumnonia danzaban las llamas
saludando al año nuevo.
Mis lanceros habían acarreado dos enormes marmitas
de hierro hasta la cima, las llenamos de leños ardientes y las llevamos
corriendo colina abajo. Al llegar a la aldea distribuimos el fuego nuevo, cada
cabaña tomaba una llama de las marmitas y la acercaba a la leña, ya preparada
en el hogar. La fortaleza fue el último lugar, y allá llevamos el fuego nuevo
hasta las cocinas. Ya casi había amanecido cuando los aldeanos se apiñaron
dentro de la empalizada para recibir al sol naciente. En el momento en que el
primer rayo de luz despuntó por el horizonte de levante, entonamos el canto del
nacimiento de Lugh, un himno gozoso de júbilo para bailar. Saludamos al sol
naciente mirando hacia el este, y sobre el horizonte vimos el rastro oscuro del
humo de Beltain elevándose hacia el cielo, que clareaba por momentos.
Excalibur. Crónicas del Señor de la Guerra III. Bernard Cornwell
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