Cada año, cada 31 de octubre desde hace ya casi tres décadas
conmemoramos la mayor fiesta celta. Aquella en la que se recuerda a los que ya
no están y en la que durante la noche se rompe el frágil velo que separa los
mundos de vivos y muertos.
Samain nos invita cada año a reforzar los vínculos entre los que
somos, los que fueron y los que serán y, como nuestros antepasados, hacemos
ofrendas, peticiones y cantamos en torno al fuego.
Un banquete colmado de simbolismo nos ha reunido siempre en la
noche más mágica del año en la que, tras los juegos, la música y el crepitar de
la hoguera han estado presente los regalos.
Pero este año, ha sido diferente. Samain ha sido más íntimo, más privado. Hemos sido
muy poquitos y nos hemos echado de menos. La luz se tornó más tenue, el olor
más suave, el frio en calor y las leyes del tiempo y el espacio quedaron, una
vez más, temporalmente suspendidas. La eternidad cobró existencia y los
antiguos druidas cortaron el muérdago, las sacerdotisas la mandrágora y la
mitad clara del año dio paso a la mitad oscura. Con Samain llegó el invierno.
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