Reflexionar
sobre la pandemia de corona virus en estos momentos puede resultar manido. Los editoriales
de periódicos no hacen otra cosa. Los informativos televisivos y radiados abruman
con números. Los programas especiales proliferan en las plataformas digitales y
los bulos en las redes. Pero, entre tanta hojarasca, también se pueden vislumbrar
algunos claros que matizan el color grisáceo del momento.
Nunca
antes el hombre había estado tanto tiempo en casa. En ese espacio confinado tradicionalmente
para la mujer. Nunca antes había vivido encerrado entre los muros de su
vivienda. Nunca antes se había sentido desprovisto de la vida pública. Por primera
vez en la Historia, el hombre comparte con la mujer una vida impuesta, un tipo
de vida que no ha elegido y en la que se siente atrapado. A cambio este
confinamiento le ha dado la oportunidad de descubrir a sus hijos. De compartir
con ellos tareas escolares y juegos, cocina y termómetros. Pero, a diferencia
de muchas mujeres, cuando concluya el confinamiento podrá regresar a la vida
que ha escogido.
Por
otra parte, nunca antes se había afirmado que la mujer podía dirigir una crisis
sanitaria, económica, y social mejor que el hombre. Países como Alemania,
Taiwan, Nueva Zelanda, Islandia, Finlandia, Noruega y Dinamarca liderados por
mujeres han sido reconocidos como los mejores en la gestión del corona virus.
Pero esto es engañoso. Es una conclusión que se sustenta en la diferenciación
de sexos que postula el patriarcado. Presupone premisas en las que a la mujer se le
reconocen cualidades, habilidades y sensibilidades especiales “propias de su
sexo”, obviando que son, como tantas otras, asignaciones culturales dadas por el orden
androcéntrico.
Estas
afirmaciones que podrían incluso entenderse como subversivas ocultan su origen conservador
y patriarcal al considerar que la mujer, como ancestral guardiana de la familia,
es la más idónea para cuidar un país, negando que el rol de cuidadora le ha
sido impuesto cultural y socialmente. Con
la defensa del carácter empático, sensible e incluso práctico de la mujer, como
algo intrínseco a su naturaleza, se fortalece la desigualdad de género y se perpetúa
esa diferencia en el inconsciente colectivo. El hecho de que solo el 5% de los países
del mundo estén dirigidos por mujeres tiene mucho que ver con todo esto y el
reivindicar que cambie el escenario, no será porque la mujer esté más dotada
que el hombre para afrontar crisis políticas, ni porque tenga más empatía o
sensibilidad, virtudes atribuidas culturalmente, sino por justicia. Al
conocimiento perdido tras la quema de la Biblioteca de Alejandría, le debemos
sumar el conocimiento perdido al confinar durante miles de años el talento del
50% de la población a las cuatro paredes de una casa.
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