Las fiestas
marcan hitos en nuestra vida, dividen el año en etapas y celebraciones que
coinciden con los cambios de estaciones y nos preparan siempre para un nuevo
tiempo. Los solsticios y los equinoncios cuentan con sus correspondientes
festividades en el mundo celta, todas ellas acaparadas en la actualidad por
fiestas cristianas, e incluso Persia llegó hasta nuestras fronteras con su dios
Mitra convertido en dios cristiano.
El final del
año, los celtas y los pueblos del norte de Europa lo ubicaban a finales de
octubre, coincidiendo con la celebración de Samain, el final de las cosechas y
el momento en el que los rebaños regresaban a sus establos. Mesopotamia ante la
sordidez de los campos vacíos imaginaba que la vida se moría y que sólo
renacería con la intervención de su dios Marduk que tras vencer a las fuerzas
de la oscuridad durante el mes de diciembre lograba que la vida se renovara
cada año. Los romanos le otorgaron ese honor a Saturno y así fue como nacieron
las Saturnalias, fiestas que comenzaban el 17 y concluían el 31 de diciembre,
fiestas cargadas de festines, regalos y disfraces en las que las normas y la
moral podían saltarse a la vista de todos. Así nuestra Noche Vieja, es auténticamente
vieja. Se remonta a aquellos días en los que los romanos aprovechaban para
mofarse de las reglas e incluso las tornaban haciendo a los esclavos pasar por
amos como los antiguos mesopotamios que escogían a un convicto y lo convertían en
rey, lo agasajaban para ejecutarlo al día siguiente.
El 31 de
diciembre es el final de un periodo, la muerte de la vida que renacerá con más
fuerza el 1 de enero para dar paso a una nueva etapa, a la espera de la
repetición de los hitos que marcarán cada nueva festividad en cada estación,
rememorando tradiciones que se remontan al comienzo de los tiempos.
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