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Por
fortuna, mi generación ha estado exenta del horror de la guerra y la postguerra
española, en la que los señoritos pavoneaban su poder y soberbia sobre la
pobreza y servidumbre, obligada de aquellos que aprendieron desde la cuna que
la sumisión era su único destino. Por fortuna, de todo ello sabemos gracias a
novelistas como Antonio Jiménez que inmortaliza, en esta obra, aquel tiempo que
debemos conocer para no repetirlo.
El morador Insomne, novela por la que el autor recibió el premio Felipe Trigo en 1988, ha sido
reeditada por Extravertida, antes Arma
Poética, rescatando así,
la historia de unos personajes atormentados, que luchan, en vano, por
cambiar su destino implacable de sufrimiento. Personajes, que recuerdan los
claroscuros de aquellos que pasearon por La
Regenta de Clarín, en un ambiente asfixiante como el de La Casa de Bernarda Alba de Lorca, con
relaciones que evocan a Macondo de
García Márquez, recrean los pasajes de esta novela, en la que su protagonista
representa a esa parte de España tirana y cainista.
Antonio
Jiménez que, durante los dos últimos años nos ha embelesado con las novelas Medea
murió en Corinto y No
vuelvas Odiseo, ahora
lo hace, de nuevo, con esta reedición de su obra primera que, aunque muy
diferente a las antes mencionadas, comparte con ellas la pasión por los
cantares de gesta. Si en Medea
es el aedo Kión quien nos narra la historia y en No
vuelvas Odiseo, la propia
Penélope nos cuenta La Odisea,
enmendándole la plana al mismísimo Homero, en El
morador Insomne es el pregonero Panarra y el propio autor quien
nos descubre lo absurdo de luchar contra el destino.
Como las parcas del mundo antiguo que adivinaban a ver el futuro sin capacidad
de intervención, el relator omnisciente va desgranando, poco a poco, el meollo
de la novela: la intención del autor de mostrarnos un mundo sin redención, un laberinto
de almas rotas cuyas historias sirven de nexo para realizar un homenaje a los
desheredados y una hipérbole del dolor. No hay salvación, como si el
negro destino no lo permitiera, como si el drama de las mismas historias fuera
más fuerte que la voluntad del autor.
En un lugar imaginario,
pero que se describe perfectamente como su Extremadura natal y en un momento de
la historia de España que, sin mencionarse, nos traslada a los primeros años de
la Guerra Civil, el tiempo no es lineal, va y viene, se entrecorta como si
fuera todo y uno a la vez. Y en ese tiempo, en el que todo sucede al unísono,
también lo hacen pasajes del Nuevo Testamento. Pura Expósito, como la Virgen
María, recoge el cuerpo sin vida de su hijo y el mismo Diego Expósito, como
Jesucristo, espera entre los olivos la llegada de la muerte.
La antítesis de personajes
como hipérbole del maniqueísmo de aquella terrible España la simbolizan las
almas de Pura Expósito y Segundo Soria. De ella, el autor dirá: “la culpa
principal era nacer mujer, hermosa, pobre, armada de paciencia” y al él le
otorgará el poder de destrozar todo aquello que toque, al igual que el Rey
Midas, pero en lugar de convertirlo en oro, Segundo Soria lo mancillará.
Destruirá la inocencia de Pura y la santidad de su propia esposa.
En esta desgarradora obra, Antonio Jiménez no puede evitar plasmar, una vez
más, el sufrimiento, la injusticia y el egoísmo que habita en el ser humano
que, como un capricho de los dioses, además no tiene redención.
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