CIUDAD DE AGUA

SPAL
La proximidad del agua ha sido desde siempre una de las principales motivaciones de los diferentes grupos humanos para asentarse en un lugar u otro. Así, los ríos se fueron convirtiendo en núcleos fundamentales de emplazamientos urbanos, atraídos por la presencia de agua potable y la posibilidad de explotación de los acuíferos aluviales.
La historia de las grandes civilizaciones está ligada al agua en general y a los ríos en particular, ya que por ellos transcurre el comercio, las ideas y la cultura, los ejércitos y las conquistas. Es así que el agua se transforma en creadora de ciudades, dando lugar a su morfología y posterior urbanismo.
El primer poblamiento estable del entorno de Sevilla se dio en los bordes orientales del Aljarafe y esporádicamente en la llanura aluvial, debido a que estas poblaciones de la edad del cobre preferían emplazamientos a media altura que les protegiera de posibles inundaciones y les proporcionara a la vez, visibilidad ante posibles ataques de grupos rivales atraídos por los excedentes alimenticios agropecuarios procedentes del río.
En la segunda mitad del s. VIII a. C. surgen nuevos poblados en la baja llanura aluvial, afincándose éstos, en el Cerro de la Cabeza, (Santiponce); el Cerro Macareno (San José de la Rinconada), La Algaba y Sevilla, convirtiéndose ésta última en un suburbio portuario y comercial del rico núcleo tartésico del Carambolo.
Esta Sevilla primitiva se emplaza al noroeste de un islote emergido entre los meandros y brazos del Guadalquivir con una superficie ovalada de unos 300 metros, norte- sur por 100 metros este-oeste lo que correspondía a una población de 600 habitantes.
Esta zona se enmarcaba en el tramo final del, llamado por los romanos, Lago Ligustino, una zona especialmente fértil que dio paso a una floreciente agricultura de regadío lo que unido a la navegabilidad del rio y a los avances en transporte fluvial convirtieron a esta sociedad en una crisol de civilizaciones.
Y fueron los fenicios, uno de los pueblos con los que se mantuvieron importantes relaciones comerciales. Ya en el siglo VII y VI a.C. Sevilla se convirtió en un emporio comercial de carácter orientalizante, gracias al tráfico fluvial que permitía el río Guadalquivir.
La presencia de fenicios en la antigua Sevilla se encuentra constatada en el topónimo Spal que en diversas lenguas semíticas significa: “zona baja”, llanura verde” o “valle profundo”, siendo ésta una de las posibles teorías con respecto al origen del nombre de Sevilla. Es entonces cuando la ciudad se expande con una primitiva arquitectura oriental de espaciosas casas de planta rectangular, de zócalos de piedra y muros de adobe encalados y pintados de almagro en la que convivían tartesios y fenicios.
En el siglo V-IV a.C. un incendio asola el carambolo que además de dejar de ser centro de poder, desaparece abruptamente, siendo absorbido por la población de Sevilla. Esto repercute negativamente en el comercio con los fenicios y da lugar a una crisis que da paso a un momento de rehabilitación del mundo ibero-púnico-turdetano.
Y el siglo III a.C. supone una notable recuperación económica, a pesar de las convulsiones provocadas por las guerras que culminarían con la destrucción general de la ciudad por las legiones de Escipión tras la batalla de Ilipa.

Bibliografía: 
El Agua en la Provincia de Sevilla. Paisaje, Cultura y Medio Ambiente. Instituto Geológico y Minero de España. Diputación de Sevilla
Pellicer Catalán, M. La emergencia de Sevilla.


HISPALIS
Año 206 a.C., Publio Cornelio Escisión, “el Africano”, vence e los cartaginenses en la batalla de Ilipa Magna (Alcalá del Río), y establece un contingente de soldados veteranos en Itálica, produciéndose un nuevo proceso colonizador: Roma llega a orillas del Guadalquivir. Y con Roma llega una nueva cultura, en la que la presencia del agua es primordial.
El agua en la civilización romana
Las culturas prerromanas tenían también incorporadas su propia cultura del agua, pero es con la romanización cuando realmente el agua adquiere un valor de mayores dimensiones. Es símbolo de dominio de la Civitas sobre la rusticitas, es decir las transformaciones romanas sobre la barbarie. Es propaganda de la grandeza de Roma. Es ejemplo de legitimación social y es sobre todo elemento de civilización: en la Agricultura con los sistemas de regadío, en las Ciudades con el abastecimiento urbano; en la Ingeniería Civil y Urbanismo con los acueductos como su máximo exponente y en Medicina Pública e Higiene Social con las termas y el termalismo. Todo esto justificaría las construcciones de presas, norias, acequias, balnearios, acueductos, termas y baños, aguas subterráneas y medicinales.
Por ello el historiador griego Dionisio de Halicarnaso expresaría: “(…) Al menos yo, entre las tres construcciones más magníficas de Roma por las que principalmente se muestra su poder, coloco los acueductos, los pavimentos en los caminos y las obras de las cloacas (…)”.
 Y el historiador romano Plinio escribiría: “(…) Pero si alguien calculara cuidadosamente la cantidad de agua de los suministros públicos, baños, depósitos, casas, zanjas, jardines y villas suburbanas y por la distancia que deben atravesar, los arcos construidos, las montañas perforadas, los valles nivelados; tendremos que confesar que nunca ha habido nada más maravilloso en todo el mundo. (…)”
Los distintos usos del agua forman una de las características básicas de la civilización romana, llegando a considerarse la provisión de agua potable a las ciudades una de las grandes señas de identidad del orden romano.
Tres fueron las principales acciones relacionadas con el agua en el mundo romano: La construcción de importantes obras hidráulicas destinadas al abastecimiento y en menor medida al riego; la ejecución de redes de distribución y la implantación de procedimientos de reparto de agua que requerían unos elementos hidráulicos adecuados.
El sistema de abastecimiento que desarrolló la sociedad romana para tener agua corriente en las casas y calles con una calidad de suministro no se repitió hasta bien avanzado el siglo XIX y en algunos casos tuvo que esperar hasta la primera mitad del siglo XX.
El abastecimiento de agua en Hispalis
La gran mayoría de las ciudades se asientan sobre la ribera de un río, normalmente caudaloso, como es el caso del Guadalquivir. Pero, los romanos no usaban esas aguas del río para consumo humano, buscaban aguas limpias, puras y lo más sanas y agradables al gusto y tacto.
Para llevar esas aguas a las ciudades construían grandes acueductos o canales subterráneos.
La construcción de acueductos corría a cargo del emperador o era autorizada por éste. Lo usual era que el emperador autorizase la realización de una obra tan provechosa para la ciudad y que ésta fuese sufragada con fondos municipales o con aportaciones de particulares. Esto quedaba patente mediante la colocación de inscripciones que atestiguaban el patrocinio. Sólo en los casos en los cuales las autoridades locales mostraban una manifiesta incapacidad de gestionar su construcción, bien por dificultades técnicas o por ineficacia operativa se destinaban expertos y recursos “estatales” a su ejecución.
Éste no fue el caso del acueducto de Híspalis, puesto que la misma topografía de su recorrido no debió requerir grandes alardes técnicos y la capacidad de recepción de la cisterna final no indica tampoco la necesidad de un excesivo caudal.
De este acueducto sólo han sido detectados con cierta seguridad algunos tramos subterráneos en su cabecera, próximos a la fuente original de aprovisionamiento ubicada en Alcalá de Guadaíra donde se encontraba la fuente original de aprovisionamiento de agua destinada a la ciudad romana de Híspalis.

www.gettyimages.com
Desde Alcalá de Guadaíra se traía ese agua conducida sobre un acueducto que además procuraba que mantuviera las mejores condiciones de salubridad para su posterior consumo.
De ese acueducto tenemos noticias gracias al cronista almohade Ibn Sahib al –Sala en el siglo XII a propósito de un hallazgo de un tramo antiguo, mientras se construía uno nuevo, conservado parcialmente hasta la actualidad y conocido como los “caños de Carmona”.
Estas magníficas construcciones hidráulicas confirieron a los romanos la categoría de grandes maestros en ingeniería, obsesionados en mantener un suministro continuo de agua en las ciudades y en que ese suministro además fuera de calidad.
Para ello, las conducciones de los acueductos contaban con pozos de decantación en los que se quedaban las partículas retenidas para su posterior limpieza tras revisiones periódicas.
Tanto estos acueductos como las conducciones bajo tierra en forma de canales cubiertos llevaban el agua a las ciudades y la acumulaban en un gran depósito denominado “castellum aquae” desde el que se distribuiría por las redes de tuberías que cruzaban las urbes.
El “castellum aquae” en Híspalis probablemente se encontrara ubicado en la Plaza de la Pescadería, según se ha podido constatar tras los restos arqueológicos encontrados y datados en el siglo I. d.C., por tratarse de un punto elevado de la ciudad, desde el cual por medio de la gravedad poder distribuir el agua hasta los puntos más alejados.
Esta construcción de ladrillo en las caras externas y relleno de mortero de cal reforzado con diferentes materiales de acarreo, logrando un espesor de 1,5 metros, era de  planta rectangular organizada en tres naves longitudinales, comunicadas entre sí mediante vanos rematados en arcos de medio punto.
Se calcula que las dimensiones totales de esta cisterna serían de 45 metros de largo por 20 metros de ancho, midiendo cada una de las naves 41 metros de longitud y 5 metros de anchura. Y la cubierta de las naves debió llevarse a cabo mediante bóvedas de medio cañón.
El hecho de haberse encontrado una línea pintada de minio a lo largo de una de las paredes internas del depósito situada a 1,8 metros del suelo, hace pensar en un mecanismo de control de la reserva del depósito, habiéndose detectado marcas dejadas por el agua por encima y por debajo de dicha línea. Es así que se le ha podido calcular una capacidad media de 1.173,28 m3 de agua.
Este agua se destinaba fundamentalmente al abastecimiento de las fuentes públicas, lugares en los que se proveía la mayoría de la población; se abastecían las termas y demás servicios públicos y en menor medida se destinaba a ciudadanos particulares, para su uso doméstico o para su empleo en actividades industriales o artesanales, constatando cómo la ciudad se configuraba como un incipiente emporio comercial en expansión.
No obstante, la instalación de este servicio de agua corriente no supuso la eliminación del aprovisionamiento doméstico mediante pozos, por lo que siguen existiendo pozos en algunas viviendas documentadas a lo largo de toda la ciudad. Esto respondió a un uso diferenciado del agua corriente y de la procedente de los pozos, en los casos en que se ha constatado la cercanía de fuentes públicas, mientras que en otras ocasiones pudo responder a la imposibilidad de abastecimiento de agua corriente debido al desnivel topográfico.
Estos vestigios parecen coincidir con una célebre cita del historiador romano Plinio el Viejo en la cual refiere la incidencia de las mareas sobre un pozo de la ciudad.
Por otra parte, estos pozos se encontraban mayoritariamente fuera del recinto urbano, respondiendo al fenómeno de expansión periurbana extramuros que coincidía además  con el auge de la actividad portuaria. Los hallazgos más numerosos de este momento se concentran en la Plaza de la Encarnación, destacando por su rareza la presencia de una posible cisterna que pudiera abastecerse en parte del agua procedente del nivel freático y en parte de la lluvia. 

                      Tubería de barro para presión. Museo de San Isidoro de León y Museo del Agua de Rómul Gabarró

                                                                              Tubería de gran calibre de plomo. Museo del Foro Romano de Zaragoza
cid:image008.png@01D003EF.6ED40480
Entre finales del siglo I d. C e inicios del siglo II tuvo lugar una transformación importante en el aprovisionamiento urbano de agua en Híspalis mediante el establecimiento de una red general del agua desde fuentes adecuadas, a través de un acueducto, su recepción en un gran depósito emplazado en la ciudad, “castellum aquae” y el trazado de la red de distribución. No obstante, la instalación de este servicio de agua corriente no supuso la eliminación del aprovisionamiento doméstico mediante pozos.
La división de las distintas redes de abastecimiento se realizaba desde el mismo “Castellum Aquae” de la Plaza de la Pescadería mediante salidas diferenciadas hacia las respectivas redes independientes destinadas a suministrar agua a cada una de las actividades que según el historiador romano Sexto Julio Frontino (c. 30-105 d.C) eran: el abastecimiento de las fuentes públicas, donde se suministraba la mayoría de la población, las termas y demás servicios públicos y por último a ciudadanos particulares, para su uso doméstico o para su empleo en actividades industriales o balnea, termas de gestión privada.
Esta distribución urbana se hacía mediante canalizaciones denominadas “fistulae aquariae” que fueron realizadas en distintos materiales, siendo los más comunes el barro y el plomo. Restos arqueológicos de estas canalizaciones son las encontradas en Itálica y que como era habitual hacen referencia tanto al nombre de la ciudad: “Colonia Aeliae Augustae Italicensis” (CIL A II 579), como a la implicación imperial en su ampliación: “Imperatoris Caesaris Hadriani Augusti” (CIL A II 366).
Según el arquitecto romano Marco Lucio Vitrubio (s. I a. C), una vez que el agua llegaba a la ciudad, tres eran las maneras de conducirla: “rivis per canales structiles, aut fistulis plumbeis, seu tubulis fictilibus”. Las tuberías de madera, piedra o cerámica recibían el nombre latino de tubuli, mientras que el término de fístula se reservaba para conducciones realizadas en metal, casi siempre plomo y en contadas ocasiones el bronce.
Vitrubio al describir los tipos de tuberías expresa que son más aconsejables las de cerámica, ya que el plomo con el agua produce albayalde, un compuesto blanquecino poco saludable. Generalmente eran de gran diámetro, encajando una dentro de la otra mediante un sencillo sistema de machihembrado, cubriéndose el empalme con mortero de cal que Vitrubio recomendaba que se amasase con aceite para que la impermeabilidad fuera más efectiva. Estas tuberías eran más económicas, de reparaciones más fáciles y más salubres. Las de madera, si se recubrían de tierra podían durar años, y las de piedra se utilizaban para resistentes canales y conductos como los sifones. Las tuberías de plomo tomaban su nombre de la longitud en dedos que tenían las placas antes de ser curvadas y aunque Vitrubio desaconsejaba su uso, estuvieron muy extendidas, probablemente debido a su durabilidad  y a la facilidad de su trabajo sobre el terreno.
Estas tuberías eran colocadas bajo la superficie de las calles a escasa profundidad, lo que favoreció su robo, por lo que son escasísimos los restos arqueológicos, sólo tres en Híspalis, uno en la calle Argote de Molina, y dos en la Plaza de la Encarnación, correspondiendo a una conexión de dos estanques de casas colindantes y el otro a una fuente doméstica.
La diversificación en el uso y disfrute del agua, obligó a las autoridades a tener un control  efectivo sobre su consumo, con un doble fin: recaudatorio mediante el pago de tasas por gasto de agua y administrativo para mejorar la distribución y servicio público de suministro. Ese control se llevó a cabo mediante  tres actuaciones diferentes: contadores de agua, mediciones y registros e inspección de conducciones y concesiones.
Para la medición del consumo lo hacían teniendo en cuenta el tamaño de la tubería y para ello utilizaban una medida: la “quinaria” que equivalía a 4,19 cm2. No se sabe a ciencia cierta su autoría, no obstante diversos autores coinciden en que se hizo en tiempos de Vitrubio y del general Marco Agrippa (c. 3 a c. 12 a.C).


Los antiguos romanos concebían la distribución del agua como el logro de llevar el río a la ciudad, preservándolo en canales, para que no dejara de tener las mismas características que en su captación y en funcionamiento continuo. El agua entraba continuamente en la conducción central y salía continuamente de los múltiples ramales. Cuando se cerraba un grifo, el agua no se paraba sino que continuaba por otro ramal hasta desaguar.
Estas aguas sobrantes conocidas como “aquae caducae” eran útiles como mecanismo de limpieza de las calles y de la red de saneamiento urbana. Algunas normativas   municipales como la Lex Ursonensis (Ley de Osuna) permitían a los magistrados municipales la venta de este agua sobrante a particulares si esto no suponía un perjuicio para los intereses de los restantes habitantes.
El político romano Sexto Julio Frontino (40 d. C.- 103 d. C) expresó en uno de sus escritos: “Deseo que nadie se lleve agua excedente a no ser aquellos que dispongan de una concesión mía o de los emperadores precedentes. Pues es necesario que una parte de su agua se desborde de los depósitos, porque no sólo conviene a la salubridad de nuestra ciudad sino también para limpiar las alcantarillas”.
Así el saneamiento    urbano en Híspalis, como en todas las ciudades del mundo romano  tuvo como objetivo principal drenar el agua de lluvia y los excedentes de consumo de los espacios habitados hacia el río.
Este saneamiento pudo basarse en una utilización de las cuencas de drenaje natural derivadas de las pendientes del terreno, de modo que con las escorrentías se limpiaba el viario. Pero en las zonas en donde se acumulaban las aguas del drenaje natural como en la     zona norte de la Encarnación, hubo que encauzar artificialmente estos caudales construyendo una red de cloacas hacia el exterior de la zona edificada. Podría ser éste el caso de la pequeña cloaca localizada en el antiguo cine Imperial de Triana que drenaba directamente hacia el río.
A finales del s. I y comienzos del s. II la red de saneamiento de Híspalis experimentó una importante transformación  motivada por el aumento de las necesidades de evacuación, lo que supuso la sustitución de las antiguas cloacas por una red de alcantarillado definida como un modelo centralizado dotado de    colectores, emplazados en los ejes principales del viario, a los que    conectan galerías menores denominadas cloaculae, procedentes de calles secundarias. Esta red se compuso de cloacas abovedadas que discurrían por el centro de las vías de mayores dimensiones y por tanto de mayor capacidad de     evacuación. Se completaba la red de saneamiento con la instalación de aliviaderos por todas las calles de la ciudad destinados a recoger todas las aguas de lluvia.
El mantenimiento y la conservación de esta red de saneamiento fue   reduciéndose con el paso del tiempo, de modo que a partir de la     segunda mitad del s. IV y durante todo el s. V fueron continuos los   expolios de las cubiertas de esta red de cloacas que dejó de funcionar definitivamente a principios del s. VI coincidiendo con el abandono de la ocupación del sector urbano de la Encarnación.
El sistema de saneamiento del mundo romano también contaba con letrinas que podían ser públicas y privadas, siendo estas últimas muy minoritarias. Sólo los más pudientes tendrían letrinas en sus residencias, por lo que el hecho de acudir a las letrinas públicas, llamadas foricae, era un modo de socialización similar en importancia a las termas. Así el poeta y escritor hispano Marco Valerio Marcial critica en uno de sus escritos que un tal Vacerra pasara el día entero sentado en una y otra letrina esperando que alguien le invitara a cenar.
Medidas y control del consumo
Los antiguos romanos han sido nuestros mejores maestros en la construcción hidráulica, en la manipulación consciente de los recursos hídricos y también en el control del agua consumida. Todas las asignaciones y concesiones de agua se anotaban en los registros oficiales del procurador de aguas “procurator aquarum” que dependía directamente del “curator de aguas” en estos registros se detallaba tanto el aforo de cada conducción que se daba a los caudales de agua, como en el de los depósitos partidores y concesiones.
Contadores y fraudes
Para su verificación según Frontino, se inspeccionaban las concesiones, los canales, los partidores y los contadores, utilizando aparatos sencillos y a cargo del curator de agua.
También existía el cuarto de contadores formado por una plaza rectangular o circular horizontal de la que salía una tubería con un precinto del procurador “aquarium”, que no se podía tocar sin expresa autorización.  Aunque no se han encontrado restos de estos cuartos de contadores sí se han hallado algunos contadores o “calix” que tomaban ese nombre por la forma que tenían parecida a una copa.
Al igual que en la actualidad, estas obras de ingeniería requerían un mantenimiento y una reparación constante que ha sido contrastada en escritos de Frontino: “… los acueductos se deterioran por el paso del tiempo, por los abusos de los propietarios, por violentos temporales o por defectos de una construcción mal realizada, hecho que sucede muy a menudo en las obras recientes …” Incluso aconseja la fecha en la que se deben realizar las reparaciones evitando que se hiciera en verano, estación en la que había mayor demanda, emplazando las obras a la primavera o el otoño.
Ni los romanos se libraron de la picaresca
Y también en los informes de Frontino han quedado registrados los fraudes generalizados en el uso y distribución del agua. Estos fraudes, Frontino los clasifica en tres tipos: fraudes técnicos, en el partidor y en canales y tuberías. Los técnicos eran los más sofisticados al alterar las prescripciones técnicas en las secciones normalizadas, instituidas por Agrippa, con el fin de sustraer agua. Para ello alteraban las sección de entrada del agua en la tubería que era la que medía el caudal, y también manipulaban la sección de la tubería de salida alterando sustancialmente el resultando del consumo.
El segundo tipo de fraude se daba en el partidor, habiéndose descubierto partidores que salían de los depósitos con una sección mayor que la otrogada y en algunos casos ni siquiera estaban precintados, poniendo de manifiesto el fraude por parte del administrador o “procurator aquarum”, si el partidor esta precintado o el fraude únicamente del beneficiario y del intendente “villici”, si carecía de precinto. También fueron frecuentes los fraudes por parte de los fontaneros que cuando la concesión de agua pasaba a un nuevo propietario, en lugar de dejar la antigua abertura del depósito superponían una nueva de la que sustraían el agua para venderla.
Y el último de los tipos de fraude descritos por frontino se daba en las tuberías y canales y al que denominaron “punzadura” o “puncta” y consistía en abrir una pequeña zanja que dejaba al descubierto la tubería de gran calibre y tras pincharla se se savaba un ramal.
Los balnea y el termalismo
Los usos del agua en el mundo romano no se limitaron únicamente al abastecimiento humano o al riego de las cosechas, también las termas, los balnearios y la utilización ritual del agua fue importante en esta cultura.
Los balnea o baños de gestión privada fueron en Hispalis uno de los principales puntos de consumo privado. La mayor parte de ellos se situaban en el sector suroccidental de la ciudad, en clara conexión con la zona de concentración de las actividades portuarias y también favorecido por las facilidades que la topografía antigua ofrecía para la distribución del agua procedente del “Castellum” de la Plaza de la Pescadería. Del gusto romano por el baño diario, dejó constancia Séneca al describir que se lavaban todos los días la cara, los brazos y las piernas y tomaban un baño completo cada 9 días.
En cuanto al termalismo fue muy extendido en la cultura romana. La atracción de los balnearios por la curación con unas determinadas aguas en el lugar donde brotaban constituyó uno de los motivos principales para los viajes y desplazamientos a todo lo largo de la época romana.
Y con respecto a la ritualidad , la presencia del agua en una constante en todas las religiones, por lo que el panteón romano también contaba con numerosas divinidades de las aguas y el agua termal suponía un potencial extraordinario en los diferentes rituales, superando en muchos casos su función terapáutica.
Roma nos regaló la cultura del agua e Híspalis integrándola en el acervo de los pueblos que llegaron después la ha perpetuado hasta nuestros días. 

Bibliografía
Sánchez, E. y Gonzálbez Cravioto, E. Los usos del agua en la Hispania romana. Universidad de Granada y Universidad de Castilla-La Mancha
Lloret, T. Edilicia Romana. DVD
Hernández Sánchez-Barba, M. Cultura del agua en Hispania
De la Peña Olivas, J.M. Sistemas romanos de abastecimiento de agua. Centro de Estudios y Experimentación de Obras Pública, Cedex.
Gonzalez Acuña, D. La civilización del agua en la Híspalis Romana. Academia Edu.
Egea Vivancos. A. Fuentes literarias aplicadas al estudio de la ingenieria hidráulica romana. Universidad de Murcia.

IXBILIA


Si Roma nos regaló la cultura del agua, fue el mundo árabe quien elevó el gozo por el agua hasta sus más altas cimas, dotándolo incluso de un elaborado refinamiento. Es a los almohades de Ixbilia a los que les debemos la reforma  y construcción del acueducto conocido como “Caños de Carmona” que elevaron en el año 1171 sobre la base y eje de los pilares del antiguo acueducto romano, logrando que la ciudad fuera una de las mejores dotadas de agua de su tiempo, atendiendo a fuentes públicas, regadíos de huerta y recintos palaciegos.
El acueducto romano sufrió un largo abandono desde la época del bajo imperio romano, no obstante, logró constituir a todos los efectos el recurso más abundante y mejor organizado para dotar a la ciudad y sus habitantes del agua que se necesitaba para sus casas, palacios, conventos y plazas.
Restaurado por la actuación de los califas almohades, mantenido por generaciones de “maestros cañeros” de raigambre mudéjar y morisca, fue objeto del interés y de los cuidados tanto de los constructores del renacimiento como de los ingenieros de los tiempos modernos, permitiendo que el tramo restaurado por Emasesa llegue hasta nuestros días.
Pero desde el fin del Imperio Romano en el s. V hasta la llegada a la península de los musulmanes en el año 711, la historia de Sevilla es la historia del mundo visigodo en el que, a excepción de las luces que irradiaron San Isidoro y san Leandro, fueron demasiadas las sombras.
Una vez el islam en la ciudad, habiendo conquistado pausadamente la cultura y la sociedad, dio paso en el año 1147 a la llegada de los almohades y con ellos el tiempo de mayor esplendor urbanístico y cultural.
Ixbilia será así una de las ciudades más importantes desde el momento de su conquista.
Tras superar la inicial hostilidad de los sevillanos, el califa Abd al-Mumin se hizo dueño de Sevilla a la que su hijo y sucesor Abu Yusuf (1163-1168) daría el rango de capital de los dominios almohades en al-Andalus.
Si la etapa almohade fue relativamente breve (70 años) la herencia que el califato magrebí dejó en Sevilla no pudo ser más fastuosa.
Cuando los primeros contingentes árabes llegan al área de Sevilla al final del verano de 712 trajeron consigo todo el universo simbólico de los desiertos de Arabia, cuyo paisaje ideal eran los oasis donde se refugiaban sus antepasados durante las etapas de sus marchas por las arenas de la Península Arábiga. La idea de Sevilla-oasis, la idea de la antigua Ixbilia ligada al agua se puede encontrar en todos los aspectos de la vida ciudadana.
La relación de Ixbilia con el agua marca una continuidad desde la época visigoda hasta la árabe o la bajomedieval. Los autores árabes sevillanos muestran como la misma ubicación de la ciudad es producto del agua: el lugar donde llegan las mareas a través del curso del Guadalquivir.
La misma ubicación de Ixbilia está en conexión con el acarreo de agua potable para una población que irá incrementándose entre los siglos VIII y XIII.
Incluso el agua alcanza las denominaciones de personas y lugares. En uno de los últimos poemas, antes de morir en 1095, al-Mutamid el antiguo señor taifa de Ixbilia, condenado al destierro, denominaba a su familia como los Banu Ma as-Samaa, los “hijos del agua del cielo”. Y la mayor parte de las referencias textuales que mencionan a Ixbilia en relación el agua y sus usos, remiten a una ciudad viviendo de cara al Guadalquivir.


La Ixbilia almohade se erige como demostración de la supremacía de este pueblo que no se limita a las construcciones políticas o religiosas,  sino que abarca también ostentosas  infraestructuras hidráulicas, emulando a los antiguos romanos y recreándose a su vez como imperio. Así, destaca la restauración de los Caños de Carmona, construcción que abastecía de agua a la ciudad en época romana y a la que los almohades vuelven a poner en valor. Con ello proporcionaban agua potable a   través de un gran aljibe alimentado por las aguas conducidas desde   Alcalá del Río mediante un sistema de acueductos y canales subterráneos.
Pero Ixbilia también heredó de los romanos el saneamiento, al disponer de una red de alcantarillas y desagües que corrían por debajo de los suelos y patios.
En relación al abastecimiento fue el gobernador almohade, camino de Marrakech para convertirse en el Califa Abu Yúsuf Yáqub al-Mansur, el que ordenó la obra pública que completaba la red de pozos urbanos: los Caños de       Carmona que traerán el agua     desde Alcalá de Guadaíra. A partir de diversas ramificaciones y depósitos, esta construcción suministraba agua potable corriente a edificios públicos, palacios, residencias de las clases altas, a algunos depósitos y pilares para el consumo de la población, así como a las huertas de los alrededores. 
No obstante la conducción almohade, originalmente concebida para surtir de agua sólo los palacios y jardines del califa, finalmente suministró agua a una extensión mínima de la ciudad, la más cercana al frente  occidental de la muralla, ubicada entre la puerta de Carmona y el Dar al-Imara. 
La mayoría de la población se abastecía de pozos cuya agua era de escasa calidad, por lo que se complementaba con la que acarreaban los aguadores y la de algunas fuentes de los contornos. Los pozos domésticos y públicos servían para cubrir las necesidades de higiene y limpieza, de baños e industrias y el abrevaje del ganado, ubicándose fundamentalmente en los patios de las casas, y eran      corrientes también los aljibes que acumulaban agua de lluvia para uso doméstico. Para el consumo de boca se disponía además del agua que los aguadores o azacanes      tomaban de un pontón río arriba de la ciudad, donde era menor el efecto salobre de las mareas y la contaminación de las aguas residuales.
Por otra parte, el agua también abastecía los baños (hamman)      situados cerca de la mezquita por su carácter de purificación y ritual. Éstos también se remontan a la época clásica, pero los musulmanes los dotan de un significado religioso, eran baños para purificar antes de la oración, por lo que a      menudo se colocaban cercanos a las mezquitas. Con horarios separados para hombres y mujeres, el   baño atiende el cuidado corporal y además de purificar antes de la oración, es lugar de encuentro para las relaciones sociales. En ellos se utiliza agua de pozo o traída por acequias y conducciones que se   almacena en pilas o depósitos y se calienta con fuego de leña.
Y las mezquitas también requerían de un aporte continuo de agua para la realización de abluciones, lo que les llevaba a levantar junto al oratorio un amplio patio ajardinado con una fuente central, abastecida por las aguas de una gran aljibe subterráneo.
Si las deficiencias en la distribución de agua potable resultaban considerables, los sistemas de recogida y evacuación de agua residuales eran precarios o inexistentes en muchos barrios. La evacuación de aguas de casas e industrial como mataderos, tenerías, almazaras, etc. es deficiente, abundan los pozos negros y sólo algunas zonas cuentan con madronas o cloacas. A veces, además los desagües acababan en las lagunas y charcas del   interior de la ciudad. Incluso, era práctica común arrojar a la calle las aguas sucias que terminaban infiltrándose en el suelo y contaminando el acuífero. 
Del siglo XII conocemos la existencia de una conducción de aguas residuales, una infraestructura que posiblemente no abarcaba todo el espacio urbano y que fue citada por Ibn Sánib as-Sala al registrar las obras públicas almohades de finales de siglo. Las letrinas solían ocupar un espacio  reducido que se situaban con frecuencia cerca de las puertas, zaguanes o aprovechando el hueco de la escalera.
No obstante y a pesar de todo ello, Ixbilia nos dejó su bella impronta en una ciudad que la ha perpetuado a través de los siglos. La mayor parte del actual casco histórico corresponde a la urbe trazada por los almohades. Algunos de los monumentos más representativos de Sevilla, como la Giralda, la Torre del Oro, el acueducto de los Caños de Carmona o buena parte del Alcázar son almohades e incluso el refinado ambiente de las calles y adarves de aquel tiempo lejano, el sosiego de los patios y jardines y el hermoso sonido de las fuentes, se han convertido hoy en señas de identidad de Sevilla, sobreviviendo al paso de los años y llegando hasta nuestros días. 
Bibliografía:
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.
Agua, territorio y ciudad. Sevilla Almohade, 1248. Agencia Andaluza del Agua. Consejería de Medio Ambiente, Junta de Andalucía. 


LA SEVILLA CRISTIANA MEDIEVAL

El agua: privilegio y gracia del Rey
Si durante el tiempo de los romanos y en la época de los almohades el agua que traía el Acueducto servía para abastecer a la población de Sevilla, fue con la llegada de los reyes cristianos cuando todo esto cambió. El agua de calidad que  llegaba a la ciudad se convirtió en un privilegio para el consumo de nobles y clero y para ser vertida en los patios de los grandes palacios  residenciales y en los claustros conventuales antes que
en las fuentes públicas . 
Un privilegio dado por Alfonso X en 1252 (conocido como el Privilegio de los Molinos) permitió al rey Fernando III reservarse la propiedad y el uso de toda el agua así como del acueducto restaurado hacía tan sólo 80 años antes por los almohades, y dejaba en manos de la ciudad su mantenimiento y reparación, así como el pago de los trabajos y los materiales necesarios para dejar la muralla y las puertas estancas ante el riesgo de una avenida del rio. A cambio otorgaba al concejo la propiedad y la renta que rindiesen los nueve molinos harineros situados sobre el canal de los Caños, así como el agua que iba a dos fuentes situadas en el interior de la ciudad. Muy pronto se demostró que aunque la renta de los molinos era considerable, no servía para cubrir los enormes gastos de mantenimiento del acueducto, por lo que el mencionado privilegio lo que permitió fue que
quien  reparaba y mantenía el acueducto no podía disponer de su agua, mientras que quien la disfrutaba se encontraba ajeno a los problemas de reparaciones que  pudieran presentarse. Con esto, los monarcas cristianos nunca pudieron presumir de haber proporcionado a la ciudad de Sevilla un agua de superior calidad a la traída del río o a la que se sacaba de los pozos, a pesar de que había agua en suficientes cantidades como para poder haberlo hecho. Esto también se debió a la ausencia de los monarcas de la ciudad durante gran parte de la Edad Media, de modo que esta forma de ganar prestigio  quedó en manos del poder municipal cuando este   pudo permitirse acceder al agua.
Los principales acaparadores del agua estaban representados por: los duques de Alcalá, poseedores de la Huerta del Rey y los grandes conventos cercanos a los Caños y durante los litigios que enfrentaron a la ciudad con los duques a cuenta del exceso de agua utilizada, siempre los reyes apoyaron a los duques en detrimento de la ciudanía.
Y en cuanto a quienes mas cantidades de agua robaban y defraudaban se encontraban los conventos situados cerca de los caños y las explotaciones agropecuarias pertenecientes al clero.
Por lo que amparados en la inmunidad eclesiástica cometieron los mayores desafueros.
Fue así como el acueducto que permaneció en manos de la monarquía hasta bien entrado el siglo XIX se convirtió en el protagonista de una paradoja en la que quien mantiene y subvenciona la infraestructura no la puede aprovechar y quien dispone del agua la utiliza sólo para el interior de los palacios y jardines y en algunos casos para   surtir las reales Fábricas de Moneda, Atarazanas, Casa Lonja y más tarde la Fábrica de Tabacos. Esto puede explicar la condena a la que se sometió a dicha infraestructura, condena a base de robos, abusos y   graves roturas sin reparar que la hicieron prácticamente desaparecer a excepción del pequeño fragmento restaurado por la empresa metropolitana de aguas de Sevilla, Emasesa y que es el único vestigio de esta importantísima obra hidráulica concebida por los romanos y rehabilitada por los  almohades. Así el agua de las que dispusieron nobles, conventos y  particulares era producto de una   gracia del rey  quien la concedía para premiar favores y elevar el nivel de confort de aquellos más escogidos de entre la sociedad por lo que era considerada un privilegio.
La Fuente del Arzobispo La ciudad de Sevilla al ver reducido su abastecimiento de agua al uso de pozos y al agua del río buscó una nueva fuente de suministro que  pudiese gestionar y aprovechar y fue así como se utilizó la conocida  Fuente del Arzobispo como la candidata a surtir las necesidades de la población sevillana. Esta fuente se encontraba extramuros en tierras del Convento de los Trinitarios a los que hubo que comprárselas, en un paraje cercano a la Puerta del Sol, que estaría situada donde actualmente se  encuentra el Colegio de las Trinitarias. En poco tiempo se construyeron las cañerías subterráneas que  traerían el agua al interior de la  ciudad y pronto surtiría las plazas de Santa Lucía, Ómnium Sanctorum, San Vicente, El Valle y la Puerta de Córdoba entre otras. Así la ciudad amplió las zonas de abastecimiento de agua corriente por la parte norte y noroeste que, tradicionalmente, no había dispuesto de este preciado bien.


LA SEVILLA DEL SIGLO XVI

  Ambrosio Brambilla. Vista de Sevilla. Detalle. 1585. Biblioteca Nacional de España. Madrid.
Si durante los reinados de los primeros reyes cristianos el agua fue un privilegio de reyes, nobles y clero,  dejando a la ciudad su uso como mera subsistencia, fue en el siglo XVI cuando el agua cobró de nuevo su significado como símbolo de esplendor.
En los siglos XIII y XIV la mayor parte del agua de los Caños de  Carmona abasteció fundamentalmente al Alcázar y al palacio extramuros también de propiedad real conocido como Huerta del Rey. Pero en el siglo XV llegaron influencias italianas sobre ornato público que hicieron propagar las concesiones de agua al sector más influyente de la sociedad con quien se estaba en deuda por haber colaborado en la defensa de la frontera con el reino nazarí de Granada. Así, durante este siglo los nobles acumularon importantes cantidades de agua para sus palacios en los que los jardines constituían una pieza fundamental.
Y los conventos y monasterios también se vieron beneficiados de estas concesiones  que fueron disminuyendo tras la muerte de la reina Isabel y su hijo Carlos y que aún se redujeron más con la llegada de los Borbones que prefirieron destinar las cesiones de agua al surtimiento de establecimientos reales como las fábricas de artillería, tabacos y  cuarteles. 
La Alameda de Hércules
En el siglo XVI el agua como manifestación de ostentación, llevó a que las fuentes tomaran relevancia e incluso se creó expresamente un nuevo espacio que se ganaba para todos los sevillanos/as: la Alameda que serviría de escaparate social hasta finales del Antiguo Régimen. Pero el gran logro que significó la traída exitosa del agua también escondía algunos problemas. La baja diferencia de nivel entre el   manantial y la Alameda causó en muchas 
ocasiones la falta de fluidez cuando se atascaban las tuberías o cuando en verano disminuía el caudal que se mermaba aún más cuando éstas se rompían por el paso del tiempo y la acción de los vándalos o por el deterioro que sufrían al soportar el peso de los carros y  cascos de mulas y caballos. A mediados del siglo XVI se procuraron solucionar los problemas de abastecimiento del paseo con la reconstrucción por completo de todo el sistema, doblando la cantidad de agua que se traía y por tanto las fuentes existente en la Alameda. 
La compraventa de agua
La difusión del agua a través de  ventas y donaciones fue protagonizada sobre todo por la nobleza que durante el siglo XVI y XVII se desprendió de la mayor parte del agua que le había sido concedida ante la demanda de particulares que querían dotar sus casas del confort que proporcionaba el agua corriente.
Las concesiones de agua a la nobleza prohibían su venta o alquiler, pero el mercado de compraventa fue  posible por la escasa regulación legal  y por la aceptación social tácita de la conveniencia de la difusión del agua aunque fuese a nivel privado. 
Durante el siglo XVII el mercado del agua quedó ligado al inmobiliario, ya que las casas se vendían asociadas al lote de agua que había  sido  comprada para ellas. De modo que se seguirá compravendiendo agua pero, ya no tanto, como bien   aislado sino como elemento revalorizador de las propiedades inmobiliarias. 
Fraudes y robos de agua
Este elevado coste del agua condujo a la multiplicación de robos y fraudes como el de los conventos extramuros de San Agustín o San Benito que  vendían varias veces la misma cantidad de agua y para no perder el  monto del que disfrutaban rompían los  repartos que les correspondían como si no se hubiesen deshecho de ninguna cantidad. También las grandes   tubería del Alcázar fueron objeto de importantes robos al   transcurrir por el interior de la muralla que servía de pared para  muchas casas cuyos   dueños abrían boquetes para tomar el agua. 
Por otra parte los repartos de agua eran truncados o los vecinos  tomaban mayores cantidades sobornando a los "maestros cañeros" o fontaneros. Estos robos eran perseguidos tanto por los ministros del Alcázar como por los de la ciudad. A los ladrones se les abrían  largos procesos de los que en la    mayoría de los casos  salían bien   parados 
porque muchos de ellos   pertenecían a las  capas altas de la ciudad o a los miembros del  gobierno.


LA SEVILLA DEL SIGLO XVI Y XVII

Anónimo
Para el abastecimiento de agua a la ciudad de Sevilla, como hemos visto en números anteriores, su población siempre contó con el río Guadalquivir, los pozos y algunos depósitos de agua de lluvia o de acarreo que se situaban normalmente en palacios y conventos. La recuperación del antiguo acueducto romano por parte de los almohades favorecería la  cantidad y la calidad del agua suministrada que se vería posteriormente ampliada con la Fuente del Arzobispo.
Sin embargo el saneamiento o evacuación de las aguas sucias y estancadas siguió siendo durante años una cuestión sin resolver que conllevaba, además de malos  olores, enfermedades. Al igual que fue  también un problema prolongado en el tiempo el de las continuas inundaciones que sufría la ciudad en  épocas de fuertes lluvias.       
Inundaciones y evacuación de aguas sucias
La ciudad de Sevilla intramuros   presentaba escasa pendiente,    siendo el punto más elevado el viejo casco urbano, por lo que el discurrir de las aguas sucias o de lluvia encontraba muchas dificultades, provocando grandes charcos o incluso verdaderas lagunas interiores. A esto se le unían las inundaciones provocadas por el río Guadalquivir en épocas de crecidas y aunque las murallas fueron construidas, además de para la defensa ante   posible enemigos también para    evitar las arriadas, en muchas ocasiones no pudieron frenar la  fuerza de las aguas que de forma  recurrente  inundaban Sevilla.
Cuando las riadas eran muy fuertes, el agua del río hinchaba la capa freática del subsuelo, produciendo el rebose de pozos y la salida a la superficie de corrientes de agua   subterránea anegando aún más la ciudad. 
De los sucesivos episodios y retratos de una Sevilla dominada por la aguas existen muchos testimonios y documentos como el del historiador Francisco de Borja quien escribió en 1783 que “(…) los pozos, cloacas y husillos (…) oprimidos con la abundancia y peso de las aguas rebozaron y hasta las solerías de las casas y otros edificios se convirtieron en copiosos manantiales (…)”
Cuando se producía la tragedia, los potentados e incluso los gobernantes huían de la ciudad, en los monasterios y en la Catedral se  rezaba para que dejase de llover, mientras que la ciudadanía luchaba para controlar y reducir los destrozos de la inundación. Para evitar las consecuencias de dicha catástrofe y conseguir desaguar la mayor cantidad posible de agua del interior amurallado se crearon unos sistemas de evacuación a base de forzar la pendiente en algunos puntos y dirigir el agua hacia los bordes de la muralla donde se ubicaban los husillos, construidos, probablemente por los almohades, y que expulsaban a través de largos túneles el agua hacia fuera de la  ciudad. En algunos casos, aprovecharon  las antiguas cloacas romanas y en otros se construirían expresamente. Este sistema no abordaba el problema de las aguas fecales, pero en   invierno la corriente de agua de lluvia que corría por las calles arrastraba las aguas sucias también fuera de la muralla. No obstante, como   esta funcionalidad no estaba recogida en su diseño, en muchas ocasiones, los husillos se atascaban provocando las quejas de la población y las peticiones al cabildo de partidas   presupuestarias para desatascarlos. 
Las aguas sucias se arrojaban por puertas o ventanas o se vertían en los pozos negros que se construían en el interior de las casas que en  muchas ocasiones llegaron incluso a contaminar la capa freática del subsuelo de la que luego se abastecían los innumerables pozos  que   utilizaba la población.  Los pozos negros se fueron generalizando poco a poco y en ello tuvo que ver la preocupación en el siglo XVII de la Real Academia de Medicina de   Sevilla por la limpieza e higiene a la que tanto daño hacía el vertido de las aguas sucias por ventanas y puertas. Por ello se publicaron edictos en los que se disuadía de tal costumbre alentando la construcción de pozos negros. Habría que esperar hasta principios del siglo xx para que las aguas sucias circularan por conducciones de hormigón armado. 
Y es de tal trascendencia para nuestras sociedades el saneamiento y evacuación de aguas sucias que Victor Hugo escribió en Los Miserables: “La historia de los hombres se refleja en la historia de las cloacas.”


EL PUERTO, JARDINES, FUENTES Y HUERTAS

Anónimo
El puerto fuente de riqueza
Sevilla ha tenido en su puerto la garantía de desarrollo económico,  desde su fundación como emporio fenicio. Pero el río Guadalquivir no sólo ha significado fuente de riqueza por permitir el comercio, sino  también por proporcionar la ubicación de molinos a lo largo de su  recorrido siendo los más importantes los de Alcalá de Guadaíra entre los siglos XV y XIX.
No obstante, el puerto también implicó industrias de astilleros militares y civiles, tanto en edificaciones como las Atarazanas como en la ribera y parte de las maderas necesarias venían flotando por el curso del río desde las sierras de Segura en Jaén.
La piedra para la catedral o el comercio del aceite, gran parte de la producción  cerámica, la pesca la lana y tantos otros bienes tenían sentido gracias al río y al puerto por donde venían infinidad de elementos procedentes de las rutas medievales atlánticas y mediterráneas como las modernas asociadas  al Imperio. Las reales fábricas borbónicas del tabaco, fundición, pertrechos militares o moneda tuvieron sentido por contar con el río.
El agua constructora de urbanismo y sociabilidad
Sevilla contaba en la Edad Moderna, como ya se ha mencionado con  anterioridad, con dos grandes sistemas de abastecimiento de agua: los Caños de Carmona y la Fuente del Arzobispo. Esta última en 1574  había servido para abastecer las fuentes presentes en varios puntos al Norte de la Ciudad y especialmente en la nueva Alameda de Hércules, verdadero precedente de los jardines públicos de Europa y América y el  espacio de sociabilidad por excelencia en la ciudad. Así la Alameda de  Hércules se convirtió en el ejemplo más sobresaliente de transformación del espacio urbano utilizando el agua. Las nuevas fuentes que se  fueron construyendo a partir del S. XV ocuparon espacios abiertos preexistentes enriqueciéndolos con su presencia, como las de la Plaza de San Francisco o del Duque.
Pero las fuentes no sólo servían para realzar el ornato de las viejas o nuevas plazas  sino que servían para crear encuentros entre incontables tipos de personas, convirtiéndose lugares de citas, conversaciones casuales, juegos, bromas, lances y desafíos.
De entre todos sus usufructuarios fueron los aguadores los más  asiduos y verdaderos dueños del microcosmos que se movía en torno al agua en la ciudad. La fuente del Pumarejo construida en 1774 responde a la necesidad de suministrar agua a la población intramuros y es por lo que el párroco de San Gil en 1794 solicita la creación de una fuente similar para el barrio de la Macarena fuera del límite de las   murallas.
Agua de pie
A medida que avanzaban los siglos  la red de cañerías se fue haciendo más compleja y extensa y su recorrido fue condicionando ciertas zonas de la ciudad. Así a partir del s. XVI, en las calles Águilas, O-Donnel, Catalanes, Sierpes o el Callejón del Agua en Santa cruz contaban con agua de pie y las residencias de  importantes nobles y ciertos conventos se habían convertido en nodos de redistribución del agua al vender o ceder en préstamo parte de aquellas que   disfrutaban y al ceder el uso de sus cañerías a cambio del pago de un  canon de mantenimiento.
Concesiones, jardines y huertas
Las concesiones de agua a particulares correspondían sólo a nobles e instituciones religiosas y entre todas ellas, destaca la realizada al conde de Arcos, Juan Ponce de León para su casa en Santa Catalina, que, por azares de la vida, es hoy la sede de la Empresa Metropolitana de Aguas de Sevilla.  Casa que, como la mayoría de las de las clases adineradas, contenían en su interior bellos jardines mantenidos con el agua que graciosamente les habían sido otorgada.
Pero además de hermosos jardines en Sevilla existieron multitud de fértiles huertas regadas en la  mayoría de los casos con sus propias norias a  excepción de las del Alcázar que lo hacía con el agua procedente de Los Caños de Carmona. Hasta  doce huertas estaban registradas en la ciudad en el s. XIII y otras seis más en el s. XVI, aunque debieron existir otras muchas quizás de menores dimensiones.  Y alrededor de la ciudad se extendía un amplio cinturón de huertas que, poco a poco, fueron desapareciendo, hasta llegar a nuestros días, fecha en las que aún se conservan algunas de ellas, sobre todo, en la zona norte de la ciudad.


THE SEVILLE WATER WORKS COMPANY LIMITED


Los Caños de Carmona con numerosas reparaciones y algunos cambios en el trazado continuaron funcionando y proporcionando agua potable a Sevilla hasta comienzos del s. XX.  Así aunque para otros usos también se utilizaba agua del río, la principal fuente de abastecimiento de agua para consumo de la ciudad procedía de los Caños de  Carmona. Este agua dejaba mucho que desear en cuanto a su calidad ya que su distribución se hacía a través de cañerías de barro mezclándose con toda    clase de materias orgánicas.      
También el abastecimiento se hacía a través de las fuentes públicas sobre todo los habitantes de los    barrios populares a los que no les llegaba el agua de los Caños de    Carmona y también estaba el agua que los “aguaores” llevaban hasta las casas proporcionando tres o  cuatro litros por persona y los surtidores privados como el existente en Triana, procedente de una fuente    localizada en Tomares. 
Sevilla a finales del XIX contaba con una población que empezaba a    crecer y este sistema de abastecimiento de agua se quedaba obsoleto, por lo que el Ayuntamiento optó por buscar un sistema de traída de aguas más moderno y en 1882, otorga concesión para la prestación del servicio a la Compañía Inglesa “The Seville Water Works Company Limited” por periodo de 99 años. La falta de recursos económicos municipales obligó al Ayuntamiento a acudir a esta iniciativa  privada y fue así como los sevillanos acabarían utilizando el término del “agua de los ingleses”. 
Esta compañía que se comprometió a abastecer a la capital con un    consumo de 100 litros de agua por habitante y día, efectuó nuevas   captaciones de pozos en las inmediaciones del origen de los Caños de Carmona, en los manantiales de    Zacatín, La Judía, Fuensanta, la     Retama y Clavinque en Mairena del Alcor; instaló máquinas de vapor y estaciones de bombeo y construyó una conducción general desde Alcalá de Guadaíra a Sevilla y una red de distribución de aguas con una longitud de 155 km. 
No obstante desde el comienzo de la concesión, la empresa nunca satisfizo las necesidades de abastecimiento de la ciudad y nunca cumplió lo estipulado por el Ayuntamiento    hasta el punto de que los periódicos de la época llegaron a dedicar una sección fija en sus páginas dando cuenta puntualmente del volumen de agua distribuida el día anterior, de los problemas, quejas del vecindario, cortes de agua entre otras    incidencias del servicio. 
Entre las circunstancias más acuciantes que se encontró la compañía de los ingleses fue el  crecimiento demográfico de la población al que se le sumó el hecho de que la ciudad se convirtiera en  receptora de población inmigrante atraída por las posibilidades que ofrecía la celebración de la Exposición Iberoamericana que sin embargo no se celebraría hasta 1929. 
Por otra parte,  la compañía de los ingleses actuaba como un monopolio haciendo un uso privado de unas aguas que no eran de su propiedad, fijando los precios y cobrando las conexiones y llaves de paso por el importe que quería, lo que provocaba inmediatamente la subida de los precios de los alquileres. Además, el consumo de agua per cápita era aproximadamente una tercera parte de lo recomendado por los ingenieros, médicos e higienistas, ya que en la mayoría de las casas y corrales de  vecinos tan sólo existía un grifo por cada siete u ocho familias, estos grifos tan sólo funcionaban una o dos horas al día y en los pisos altos debido a la falta de presión el agua apenas llegaba.
Así, el abastecimiento de aguas  constituía incluso un motivo más de diferenciación social, pues las casas de las familias pudientes contaban con un sistema de doble suministro, recibiendo el agua de los Caños de Carmona y la de los ingleses. Y los más pobres tan sólo podían abastecerse de pozos supuestamente potables, pero que en realidad eran insalubres al estar conectados en el subsuelo con los abundantes pozos negros que aún existían en la ciudad, debido a la carencia de sistemas eficaces de conducción de las aguas residuales. Este fue el motivo por el que en 1912 se desató en Sevilla un brote de fiebres tifoideas que supuso una gran mortalidad en la ciudad especialmente entre los niños menores de cinco años. A partir de este momento el Ayuntamiento comienza a exigir a la empresa privada obras de mejoras en el suministro tanto de abastecimiento como de saneamiento que mantendrían la concesión  hasta que se hizo insostenible, rescatándose  en  1957.


INUNDACIONES, PROBLEMAS EN EL SANEAMIENTO Y LA  MUNICIPALIZACIÓN  DEL SERVICIO DE ALCANTARILLADO



Si el río Guadalquivir ofreció a la ciudad de Sevilla prosperidad,  también le confirió dificultades traducidas en riadas que se fueron sucediendo a lo largo de su historia. Cuando se desbordaba el Guadalquivir o alguno de sus afluentes, el Tagarete, Tamarguillo o Guadaíra se producían catastróficas inundaciones que sufrían especialmente las capas sociales más desfavorecidas. 
A principios del S. XIX se inició la construcción de la defensa de la Huerta del Mariscal que intentaba proteger a Triana de las riadas y se comenzó también la desecación de las numerosas charcas existentes en el casco urbano, realizándose además arreglos en la antigua red de alcantarillado. No obstante estas mejoras no evitaron las inundaciones de 1876, 1892 o 1895, ni las 20 riadas que sufrió la ciudad entre 1900 y 1936, siendo la más grave la de 1926, en la que el agua llegó a alcanzar los 7,9 metros de altura y la de 1936 en la que más de 10.000 sevillanos quedaron en la más  absoluta indigencia. El Gobierno del Frente Popular repartió en barcas miles de kilos de pan a los vecinos que se habían quedado aislados y el alcalde Horacio Hermoso de Izquierda Republicana y que sería asesinado posteriormente a manos de los golpistas, entregó a los damnificados por la inundación un talón de 300 pesetas de su propio bolsillo, los únicos fondos que  existían en su cuenta particular. En la década de los años 40 se acometió la obra del soterramiento del río que sin embargo no evitó la última gran riada del Tamarguillo en  el año 1961. 
Pero las inundaciones no eran el  único problema de la ciudad, ya que la contaminación del agua potables a causa de los pozos negros  y el pésimo sistema de evacuación de las aguas residuales provocaban   cólera, tifus, viruela, sarampión, diarrea, disentería y tuberculosis haciendo de Sevilla una  ciudad insalubre.  Esto llevó al  Ayuntamiento en 1899 a conceder a una empresa privada la construcción de un nuevo sistema de alcantarillado con el consiguiente problema de dependencia y falta de control por parte de la Administración. La Compañía Sevillana de Saneamiento y Urbanización se encontró con la oposición de la Liga de Propietarios de las casas de alquiler que se negaron a pagar los impuestos, tasas y cánones por lo que sólo se pudieron construir 40 km de  canalización hasta 1915, a parte de los colectores de Chapina y el Tagarete. 
Así las cosas, el Ayuntamiento decide en 1921 municipalizar el servicio  gestionado por una empresa privada que sólo había logrado conectar el 25% de las casas a la red de alcantarillado a pesar de que más del 40% de las calles ya  tenían dicha conducción general. Esta municipalización no ha sido la única en la historia del agua en  Sevilla. La mala gestión de la Compañía de los Ingleses llevó al Ayuntamiento en 1957 a rescatar la concesión, pero es que con anterioridad el 15 de noviembre de 1926 el pleno municipal acordaba la municipalización total de las aguas de Sevilla, incluidas las de los Caños de Carmona y la suministrada por la Compañía de los Ingleses, y en consecuencia la futura incautación de sus instalaciones y servicios de abastecimiento. 
Pero el entonces alcalde de Sevilla Pedro Armero Manjón, Conde de Bustillos se encontró con la oposición del Gobernador Civil y Comisario  regio de la Exposición Iberoamericana, José Cruz Conde,  que consideró destinar la inversión prevista para el rescate del servicio de abastecimiento de agua a las obras de construcción de la mencionada Exposición y así evitar el retraso de su inauguración que no hubiera gustado nada al general Primo de Rivera, quien ordenó el cese fulminante de las  autoridades municipales sevillanas sustituyéndolas por gente dócil y adicta dispuesta a apoyar a todo trance el proyecto de celebración de la Exposición Iberoamericana, aunque la reforma y municipalización del servicio de aguas fuera más  urgente y necesario para la ciudad. 
Fue así como la Compañía de los Ingleses mantuvo la concesión del servicio hasta finales de la década de los 50,  reduciendo las inversiones ante la posibilidad de la municipalización y provocando problemas de abastecimiento, cortes de suministro o bajadas de presión durante los años 30. 
Con la II República las autoridades municipales  ordenaron que las  acometidas de agua filtrada fueran obligatorias para todas las casas, elevando el caudal disponible, pero el gran endeudamiento que arrastraba la Hacienda Pública le impidió que pudieran volver a replantearse la  municipalización del servicio. 
Bibliografía:
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.


                 MUNICIPALIZACIÓN DEL SERVICIO DE AGUAS                                  Y LA DOBLE RED DE ABASTECIMIENTO

Antigua Estación de Filtraje de Emasesa
Sobre la municipalización del servicio de saneamiento que tuvo  lugar en el año 1921 y de la que ya hemos hecho referencia en capítulos anteriores, hay poca bibliografía, no obstante sobre la municipalización del servicio de abastecimiento que intentó materializarse en el año 1926 hay más documentación y de ella se desprende que la gestión del agua estaba mejor en manos   públicas que en privadas.
En la “Memoria sobre la municipalización del servicio de aguas  potables” publicada en 1926 por el Ayuntamiento de Sevilla, se expresa lo siguiente: “(…) bastará hacer un bosquejo histórico de las relaciones entre la Empresa concesionaria con el Excmo. Ayuntamiento, para llegar al conocimiento de la forma de  cumplir aquella sus deberes para con el mismo y con el vecindario en general, con lo que llegaremos a la conclusión de que socialmente ha sido funesta su actuación y de que habida cuenta de la situación  actual, que examinaremos del problema, no cabe otra solución; y en segundo término estudiaremos el procedimiento que a nuestro juicio debe seguirse para llegar a la total municipalización del servicio de abastecimiento de aguas  teniendo en cuenta las cláusulas de la   escritura de 26 de octubre de 1912  otorgada entre el Excmo. Ayuntamiento y la Compañía concesionaria “The Seville Water Works Company Limited” y la vigente normación establecida por el Estatuto municipal de 8 de marzo de 1924”. Finalmente y como ya se contó en el número anterior esta necesaria  municipalización no se realizó como consecuencia de la oposición del general Primo de Ribera que decidió destinar la partida presupuestaria   reservada para ello a los fastos de la Exposición de 1929. No obstante, lo que sí se había  conseguido en 1926 fue el abastecimiento de agua con una doble red: la que conducía las aguas de la Compañía de los ingleses, procedente de  Alcalá de Guadaíra y la de las aguas filtradas de la toma del río en La Algaba que gestionaba directamente el Ayuntamiento. 
La doble red de agua
La Compañía de los Ingleses suministraba, además del agua procedente de los Caños de Carmona (que en 1912 sólo llegaba a Sevilla el 10% de la que salía en origen), la de los     manantiales Zacatín, Judía y Fuensanta, además de los de Las Aceñas, Clavinque y Santa Lucía, que hubo que sumar más tarde. Ante la demanda creciente de agua, esta  empresa había decidido en 1885 ofrecer un servicio de aguas no potables para el baldeo de calles y extinción de incendios, cuya toma estaba emplazada junto al Paseo de Las Delicias. Pero en 1902 estas aguas se convirtieron en malsanas para el riego como consecuencia del incremento de los vertidos residuales al río lo que llevó al Ayuntamiento a encargar en 1912 la realización de otra toma de agua en las cercanías de La Algaba y un tratamiento de   decantación y filtración lenta para desbastar el agua. Esta solución  obligaba a instalar una segunda red de distribución que utilizó desde La  Algaba hasta la Macarena una conducción de 800 mm. Las obras sufrieron una demora por la Primera Guerra Mundial, activándose en 1922 e inaugurándose el servicio el 1 de  julio de 1926. El impulso que la ciudad recibió con motivo de la Exposición Iberoamericana de 1929 volvió a plantear la  penuria del abastecimiento agravada por el aumento en las pérdidas de agua y el mayor gasto económico que ocasionaba la explotación de la doble red. Numerosas voces se alzaron en denuncia de la situación aportando nuevas soluciones y planteando ya como ideal la total municipalización del servicio. Aunque ésta no tuvo lugar hasta 1957 el Ayuntamiento emprenderá a partir de este momento  actuaciones cada vez más decisivas, como la construcción de la presa derivación de La Algaba a fin de capturar aguas del Rivera de Huelva en 1937 y en 1942 la construcción del embalse de La Minilla cuyas aguas se utilizaron en el abastecimiento a partir de 1956. 

Bibliografía
Memoria sobre la municipalización del servicio de Aguas Potables. Ayuntamiento de Sevilla. 1926
Gavala, J.  y Milans del Bosch, J. (1934). Informe sobre el abastecimiento de aguas de la ciudad de Sevilla
Plan de acondicionamiento y mejora del saneamiento de aguas de Sevilla. (1997). EMASESA.
Plan de acondicionamiento y mejora del saneamiento de aguas de Sevilla. (1980). EMASESA.
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.


De las cloacas al saneamiento


La evolución del saneamiento,  sobre todo en el siglo XIX ha ido de la mano de los cambios en el  abastecimiento. Cuando el alcantarillado no existe o es deficiente,   cualquier aumento en el abastecimiento de aguas empeora la situación y sin embargo y paradójicamente su reforma es inviable sin la existencia de agua abundante que permita el continuo arrastre de los vertidos. La descripción de Sevilla de los  higienistas de fines del siglo XIX (Hauser, Laborde, Pulido) mostraba un panorama desalentador. “La  ciudad no contaba con un sistema de alcantarillado sino con una red de cloacas. Hauser describe 
que  existían 23 husillos que sólo tenían el objetivo de desaguar  las aguas pluviales y no la evacuación de las aguas sucias y materias excrementicias de las casas, ni los residuos  líquidos de las industrias. Además, no existían cloacas en aquellas zonas de la ciudad que  quedaban fuera del alcance de las riadas y las que había no respondían a plan  alguno, siguiendo un trazado tortuoso y sin declive suficiente en proporción al caudal que conducían. Por otra  parte gran parte de ellas desaguaban dentro de la ciudad y las que tenían desagüe al río quedaban obstruidas la mayor parte del año por no disponer de agua suficiente.” A este antihigiénico escenario se le unía la existencia de los pozos negros, “construidos con el erróneo criterio de permitir el desagüe de los líquidos y retener los sólidos, cuyas emanaciones no quedaban fácilmente ventiladas dada la altura de las viviendas y la estrechez de las calles.” 
Y estaba la contaminación de las aguas del Guadalquivir “al que seguían vertiendo 14 husillos y los arroyos Tagarete, “cloaca magna de la ciudad” que había sido techado en su último tramo con una bóveda    cilíndrica de ladrillo bajo las calles San Fernando, Puerta de Jerez y    Almirante Lobo, y el Tamarguillo que desembocaba a 1.500 metros, río abajo del Tagarete, que lo hacía a la altura de la Torre del Oro.” Todo esto provocó una alta tasa de mortandad que según Pulido era del 42,16% cuando en otras poblaciones ya se había reducido al 20%.  Con el abastecimiento de agua por parte de la Compañía de los Ingleses aumentaron las aguas residuales y la situación se hizo insostenible  llevando al Ayuntamiento de Sevilla en 1890 a encargar un proyecto de alcantarillado a la Compañía Anónima de Saneamiento y Urbanización de Sevilla. “El proyecto contemplaba la construcción de una nueva red de alcantarillado de trazado radial que permitiera recoger los vertidos de  todas las casas, cuya  instalación  interior estaban obligados a modificar o 
construir los particulares y desecar, al suprimir todos los pozos negros”.  El proyecto también incluía “150 kilómetros de canalización y el saneamiento de 14.707 fincas de una población de 123.562 habitantes (exceptuando Triana). Además incluía la depuración, precursora de las técnicas actuales y consistente en el tratamiento biológico de las aguas mediante cámaras anaeróbicas, que llevarían a cabo la disolución y aeróbicas que conseguirían la oxidación, situándose su emplazamiento en un principio en el arroyo Miraflores, en el Guadalquivir, en las inmediaciones de la Barqueta y ello por razones   económicas, de menor recorrido de colectores y de mayor caudal del  cauce al que se verterían las aguas depuradas.
Tras superar la oposición de la Liga de Propietarios que intentaba evitar el impuesto con que les iba a gravar la reforma aduciendo los daños que podían causar en su fincas las zanjas que habían de abrirse en las estrechas calles, las obras comenzaron en 1900.” Aunque éstas debían realizarse en un plazo de 8 años, en 1915 aún faltaban conexiones de  terminación de dos de las cuatro    zonas proyectadas y la depuración de las aguas, lo que 
llevó al Ayuntamiento a ir poco a poco municipalizando el servicio y en el año 1920 prácticamente esta municipalización estaba  al completo. No obstante, “en 1926,  en vísperas de la Exposición de 1929 aún quedaba 1.100.000 pesetas para obras complementarias que habían de ejecutarse antes del evento y el alcantarillado que se extendía ya por toda la ciudad había dejado de ser la constante preocupación de otros tiempos.” Pero aún quedaba por resolverse el problema de las riadas. 
Bibliografía
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.


 Las riadas y la contención del río 

Puente de Triana y río, en la inundación de 1876. Foto de Franco Romero (Fotoplumilla)

Inundación de los muelles. Foto:Lucien Levy, (Albúmina) 1882 Iluminada por Miguel Angel Yáñez en 1988

El emplazamiento geográfico en el que se ubica Sevilla la ha hecho,  a lo largo de la historia, susceptible tanto de importantes sequías como de trágicas inundaciones. Éstas, ocasionadas por la presencia de fuertes lluvias que aumentan el nivel freático también pueden verse afectadas por las crecidas del nivel del Guadalquivir. Los primeros habitantes de la ciudad eran conscientes de esta circunstancia y por ello el casco antiguo se situó en la zona más elevada. Con el crecimiento de la población se hizo necesario ocupar las zonas más bajas y construir medidas para evitar o paliar los daños de las inundaciones. Los factores determinantes de estas inundaciones existieron ya en la prehistoria habiéndose identificado hasta 89 grandes inundaciones entre 1249 y 1877 y 37 avenidas entre 1871 y 1941.
Al relieve propio de llanura aluvial donde apenas se alzan desniveles importantes que lo hacen muy peligroso por el riesgo de avenidas tras lluvias torrenciales se le suma la presencia de otros cursos fluviales, afluentes del Guadalquivir como el arroyo Guadaíra, Tagarete y Tamarguillo siendo éstos los más belicosos en la historia de las riadas en la ciudad. Las primeras constancias de adopción de medidas defensivas se remontan a los tiempos de la dominación romana. El historiador romano Plinio cuenta cómo se rectificó el curso del río y los visigodos cambiarían el curso del río construyendo un dique de contención para desviarlo en la Resolana cegando el brazo existente y encauzando el agua por un brazo lateral que llegaba hasta Triana. Desde entonces, el río que pasaba por la actual Alameda de Hércules y se dirigía al Arenal, discurrió por el nuevo cauce que con modificaciones se ha conocido hasta que se realizó la Corta de la Cartuja.
A partir del s. XII, las murallas construidas por los almohades para la defensa militar de la ciudad, fueron también utilizadas para la defensa contra inundaciones. No obstante los barrios extramuros como Triana quedaban expuestos directamente a las riadas. Los problemas provenían de los afluentes que atravesaban o rodeaban la ciudad, como los arroyos Tagarete y Tamarguillo y el río Guadaría. Cuando amenazaba una avenida, se reforzaban las puertas con ataguias de tablones y se calafateaban con arcilla y estiércol sin
llegar a lograr la contención de las aguas como sucedió en el año 1626 en el que reventó el husillo de la Alameda de Hércules, que necesitó ser taponado con hasta diez almenas envueltas en colchones. Aún cuando este tipo de defensas conseguía mantener la
ciudad a salvo de las avenidas, Sevilla seguía anegándose a causa de la imposibilidad de evacuar las aguas de lluvia y fecales que sumadas a las del río se estacaban en las zonas bajas de la ciudad. Como solución se recurrió al desagüe por medio de bombas, la primera de las cuales se instaló en el husillo inmediato a la plaza de toros en 1784 medida que fue extendiéndose a otros husillos a lo largo de los años. 
La muralla de Sevilla también sometida a la acción de las aguas tuvo que ser reparada y reforzada en algunos de sus tramos, como la zona de la puerta de la Barqueta, levantada a mayor altura en 1627 que fue protegida de la erosión con defensas destacadas y malecones en 1694 y reconstruida entre 1773 y 1779 o el refuerzo por medio de un muro o malecón desde el puente de la Torre del Oro después de la inundación de 1784. La defensa contra las inundaciones ha ido siempre encaminada a transformar el cauce del río con objeto de alejar sus aguas del núcleo urbano. Así a finales del s. XVIII se realiza la primera corta en el Río en las cercanías de Coria para aumentar la capacidad de desagüe y facilitar la navegación fluvial y en los siglos XIX y XX se continuarán las obras de eliminación de
meandros.
Las recurrentes riadas que ha sufrido la ciudad desde tiempos prehistóricos han conllevado siempre además de víctimas mortales y daños en las viviendas e infraestructuras, problemas graves como la pérdida de cultivos y ganados y la transmisión
de enfermedades o aparición de epidemias. Es por ello que la lucha por evitarlas y reducir sus destrozos haya sido una constante en la historia de Sevilla. Constante que ha ido dibujando el urbanismo de la ciudad hasta convertirla en lo que es hoy.
Riadas de la década de los 50
Las riadas en Sevilla se remontan a tiempos prehistóricos por lo que forman parte, hasta bien entrado el siglo XX, de la historia de nuestra ciudad siendo, además,    responsable en gran medida de su urbanismo. El relieve de Sevilla propio de llanura aluvial, donde apenas se alzan desniveles importantes, ha resultado muy peligroso por el notable riesgo de avenidas tras lluvias torrenciales, por lo que la ciudad siempre ha estado inmersa en un proceso constante de proyectos  para evitarlas y contenerlas, rodeándose de diferentes sistemas de defensa. Entre las muchas de las inundaciones de las que se tienen constancia se encuentra la de 1947 y 1948 que resultaron catastróficas para la ciudad al producirse en un contexto de posguerra en el que las condiciones en las que vivían los sevillanos eran terribles. En 1947 el Guadalquivir creció hasta casi cegar los puentes de Triana y San Telmo y las viviendas de las zonas más bajas de la ciudad como la Alameda de Hércules o Triana se anegaron por completo.  Esta riada provocó incluso que cuando descendieron las aguas del Guadalquivir muchos barcos quedaran varados en los muelles.
La avenida de 1948 fue consecuencia de la rotura de los muros de defensa del río Guadaíra. El martes 27 de enero de ese año, las aguas desbordadas cubrieron los barrios de la Trinidad, San Julián, la Ronda de Capuchinos, el Fontanal, la Corza, la Calzada, Campo de los Mártires, Santa Justa, la calle Oriente, San Benito, Puerta Osario, Puerta Carmona, Cerro del Aguila, Tiro de Línea, Puerta de Jerez, Puerta Real, Enramadilla, Cruz el Campo, el Porvenir, Ciudad Jardín, Prado de San Sebastián, Avenida de las Borbolla, Parque de María Luisa y Heliópolis.
En la década de los cuarenta se vuelve a abordar la problemática del sistema de defensa de Sevilla. La expansión urbana hacia el Este quedaba fuera de las medidas de protección inicialmente proyectadas agravado ello con el problema ocasionado en la nueva unión del   Tagarete y Tamarguillo por la falta de desnivel suficiente que hacía que las aguas perdieran su velocidad y tendieran a remansarse con el consiguiente peligro de desborde hacia estas nuevas zonas de población. A esto se le unía la precariedad e insuficiencia del muro de defensa. En 1949 sólo se había solucionado el desvío del río por la Vega de Triana, desde Chapina hasta la Punta del Verde dejando el puerto en dársena, protegiendo a Triana de las inundaciones.
En los años 50 se hizo necesario abordar de nuevo el problema de la defensa de la ciudad contra las inundaciones creándose en 1951 la Comisión pro defensa de Sevilla y pueblos limítrofes contra las inundaciones del Guadalquivir y sus afluentes” donde la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir hizo propuestas para acabar con la inseguridad frente a las inundaciones. No obstante muy pocas obras de esta Comisión se llevaron a efecto, quedando todo el proyecto paralizado hasta la década de los sesenta cuando la gran riada de 1961 puso de manifiesto la necesidad de tomar medidas urgentes y definitivas.
Bibliografía
Sánchez Dubé, J. (1990). El agua en Sevilla. Sevilla: Ediciones Guadalquivir.
Castillo Guerrero, M. Sevilla y el Tamarguillo: las medidas urbanísticas de urgencia cincuenta años después.
Revista Espacio y Tiempo, (2013).


Las inundaciones del siglo XV

En la década de los años sesenta  tuvieron lugar las más dramáticas inundaciones de Sevilla, que abordaremos más adelante para poder  centrarnos ahora en inundaciones de tiempos más lejanos que por ello son más desconocidas pero no menos importantes.
Desde el siglo XV hasta nuestros días las inundaciones aumentan en intensidad a medida que se acerca el momento presente. “La primera inundación de que hace mérito don Diego Ortiz de Zúñiga en los Anales de Sevilla, después de la del año 1297 es la de 1403, que   según el historiador Mariana “fue de abundantísimas lluvias en toda España, causa de grandes desastres. Los del Guadalquivir fueron terribles, porque penetrando por la puerta del Arenal y calle de la Mar e inundando la mayor parte de la ciudad, llegó  hasta el templo de San Miguel, no bastando a evitarlo los muchos reparos con que aquella estaba prevenida”.
Según Pedro López de Ayala en su  Suplemento a la Crónica del reinado de Don Enrique III, la inundación “duró diez é siete horas que non pudieron atapar nin estancar el agua. E subió el agua fasta encima del arco de la puente por dó entran al castillo de Triana, é fasta las almenas de la cerca de la cibdad, en tal manera que dencima de los adarves tomaban el agua con las manos. E duró ocho horas en se abajar el agua que non podía     ninguno salir de la ciudad, que todo estaba cercado de agua en derredor,  é non tenían las gentes viandas que comer, nin leña para cocinar. E toda la clerecía fizo procesiones é predicaciones, é confesaronse todos, é ficieron penitencia”.
En los años 1434 y 1435 llovió       desde el día 1 de Noviembre hasta el 25 de Marzo y según escribe Barrantes Maldonado en sus Ilustraciones de la Casa de Niebla “creció  tanto el Guadalquivir que llegó dos cobdos menos de junto a las almenas del adarve, é la cibdad se cercó a la      redonda de aguas, é las gentes se metían en naos, carabelas é barcos para se guarescer, é calafetearon las puertas é agujeros de los adarves y en cuarenta días no uvo moliendas con la demasiada agua sino era de atahonas, por lo cual murió en el reino mucha gente de hambre”.
En 1481 la inundación se cobró la muerte de más de 15.000 personas Y fue durante esta inundación cuando la ciudad de Sevilla se encomendó a San Miguel prometiéndole fiesta y procesión perpetua el 8 de mayo si lograba que cesasen las lluvias: “desde la Iglesia mayor a la parroquia de su dedicación, con asistencia de todo el clero y del Asistente con la Ciudad, además de la mayoría de sus vecinos distinguidos que formarían la cofradía (..) Fue el comienzo desde Navidad en adelante, de muchas aguas y avenidas; de manera que Guadalquivir llevó é echó a perder el Copero, que había en él ochenta vecinos, é otros muchos lugares de la   ribera. E subió la creciente por el     almenil de Sevilla, é por la barranca de Coria, en lo más alto que nunca subió é estuvo tres días que no descendió, é estuvo la Ciudad en    mucho temor de se perder por agua”.
En 1485 estuvo lloviendo durante seis semanas “que nunca los que eran  nascidos entonces vieron ni tantas aguas ni tantas avenidas en tan poco tiempo. E subió el agua del Guadalquivir en las más altas señales de la Almensilla de Sevilla é de la Barranca de Coria, (…) , é entró el agua por ella hasta las Atarazanas (…) Derribó el río la mayor parte de los arrabales de   Sevilla que dicen Cestería é Carretería, é estuvo Sevilla cercada de agua en todas partes, en manera que en tres días no le entró pan cocido de fuera ni otra cosa, nin podían entrar en ella, nin salir con las muchas aguas.
Y en 1488 las avenidas del Guadalquivir provocaron la esterilidad del suelo y escasez en las cosechas, con las    consecuentes enfermedades  provocadas por el estancamiento y detención de las aguas en los sitios bajos. Hubo tal cantidad de muertes que se redujo terriblemente el número de habitantes de muchos lugares que llegaron incluso a quedarse por completo despoblados como en el Copero o en Sanlucar del Alpechín donde murieron más   personas que las que quedaron vivas y en Villafranca de la marisma, localidad próxima a Los Palacios que de 500 personas sólo sobrevivieron 160.


INUNDACIONES Y SEQUÍAS EN EL SIGLO XVI


Durante los siglos XVI, XVII y XVIII las recurrentes riadas continuaron azotando la ciudad y consecuentemente conformando su urbanismo. Pero estas riadas también fueron acompañadas de periodos de sequía, que igualmente fueron moldeando la historia de Sevilla. Francisco de Borja Palomo recoge en su obra Historia Critica de las riadas de Sevilla, los escritos del médico Francisco Franco que describen una de las sequías más terribles: “En 1521 la escasez de lluvias trajo tal  carestía en los mantenimientos que no pudiendo el pueblo soportarlo se amotinó contra las autoridades en  sedición violenta que conoce la historia por el lema de Feria y pendón verde, (…) Luego llevada la pública opinión por mejor rumbo, hicieron se rogativas, siendo memorable la que vino en romería desde Carmona a Nuestra Señora de la Antigua, contándose más de mil y quinientas personas de ambos sexos, las tres partes de penitencia y la restante con hachas encendidas, siete cruces, dos crucifijos y cincuenta clérigos con sobrepellices, que en forma de procesión vinieron andando seis leguas; hospedándose en el Patio de Los Naranjos donde les dio de comer el cabildo eclesiástico, disponiéndoles en la mañana siguiente misa y sermón, siendo después despedidos decorosamente con gruesas limosnas, volviendo en la misma forma a su pueblo. En el siguiente año 1522 continuando la sequia perdiose casi  toda la cosecha, viniendo como consecuencia de ello, hambre y acudiendo a Sevilla multitud de mendigos halláronse por sus calles más de quinientas personas muertas, obligando a ambos Cabildos a que nombrasen diputados de su seno que los recogieran para evitar un contagio, socorriendo a los demás en lugares apartados”. Pero, como de excesos (ya sea por  la abundancia o escasez de agua) está llena la historia de Sevilla, en 1544, las profusas lluvias acontecidas “causaron gravísimos daños (…) el 31 de enero llegó el rio Guadalquivir a la puerta del Arenal, tabla y media en alto de las que tenían allí galafateadas; y vide en este año y dia ir y venir barcos desde la carrera de la puerta de Jerez fasta Guadaira, e vide en este dia el agua cubrir el arco de Tagarete (…) e vide en este dia entrar barcos en Sevilla por el postigo de los Azacanes”.
Los años, 1545, 1554, 1586, 1590, 1591, 1592, 1593, 1595, 1596 y 1597 fueron años de importantes riadas cuyos detalles han sido recogidos por diferentes cronistas, que  podríamos sintetizar en el poema de autor desconocido del año 1789, que haciendo referencia a las inundaciones de los años 1522 y 1523 lleva por título “Quexas de Sevilla” y que reproducimos aquí:
“Oh duro Betis, siempre has rechazado mis amores; Y tu amor ha sido 
siempre grato para mi. 
Oh tú mas duro que las piedras, jamás pudo nuestra antigua vecindad 
reconciliarme tu ánimo. 
Oh durísimo, no te cansas en mis perjuicios: Y yo te devuelvo 
beneficios 
por tus daños. 
Fluyes por nuestros lugares y lo que tu arruinas sin que yo te lo 
estorbe, lo 
restituyo luego a mis expensas. 
No te bastan los perjuicios remotos, sino que te atreves a invadir 
insidioso hasta las casas de la ciudad. 
De aquí mis quejas interminables contra ti: Que no encuentro tiempos 
seguros para mis vecinos. 
Estamos en Julio: nadan los jóvenes y tú   sepultas a los nadadores; 
otro 
tanto haces con los marineros en invierno. 
Pareciame que te bastaría el salir cada año con las narices hinchadas 
levantarte igual a mí: Correr precipitado; rodear las villas con furioso
murmullo y obligar a refugiarse en las alturas al cobarde rebaño: 
Destruir 
las barcas pescadoras, romper el puente y llevarte al Océano cuanto 
arrastras. 
Pero me engañaba, oh necia de mí; todo esto no eran más que los 
preludios; cosas más graves intenta tu ánimo. 
Tú deseas beber sangre humana y hacer una que sea sonada; de aquí tu 
hinchada soberbia y tu color sanguíneo. 
Por último, yo sola la gran esperanza de tu triunfo: Todas tus 
aspiraciones 
son contra mi cabeza. 
Y como has comprendido en tu astucia, durante innumerables años, 
Que 
no me eras terrible en lucha franca. 
Acudes a la traición, intentas asaltar por subterráneos y salir 
vencedor 
con ocultos dolos. Pensabas con talento, pero te conocieron nuestro 
Senado y el Conde de Osorno mi gran Patrono. 
Renuncia pues a las astucias de tus pensamientos: Renuncia a tus 
aspiraciones,  malvado, renuncia. 
De nada te valen las amenazas, escondrijos, fraudes y dolos: 
Renuncia a 
tus aspiraciones, astuto, renuncia a los males. 
Mira la solidez que se ha añadido a mis  muros, Y las fuerzas que el
arte aumentó a mis fuerzas . 
La parte que antes estaba destinada a tus  victorias, Es ahora para 
mi la 
mas segura de todas. 
Ya ha sido castigada la laguna, tu amiga y compañera de tanta 
traición: 
Arreglada con sus caños, ella recogerá las aguas que nos mande el 
cielo 
y reunidas las vomitará en ti. 
Nuestra fue en otro tiempo y a nosotros vuelve abandonándote: Así 
cada 
soldado tuyo se hará desertor. Todos pasarán a mis banderas y
abandonando tus raleas, 
Quedarás solo; así te pagará mi amor 
despreciado. Y no solo el arte; hasta la naturaleza me 
defenderá.  
Porque dará a mis árboles brazos duros. Estos colocados 
mi alrededor a manera de escudo, me darán armas: Andando el 
tiempo.  Acaso pongan fin a nuestras lides. 
Vendrán las Dryadas alegráranse con la colocación de los árboles y 
cada 
una me prestará auxilio. Y hasta las Hamadryadas vendrán y las 
ligeras
Napeas, tus Naiadas cederán a   estas sin disputa. 
Vendrá a mi con ellas una turba de ministros, Que no es creíble 
quieran 
venir las Diosas   solas. Finalmente la tierra y el cielo siguen mi 
partido: 
¿Qué importa tener en contra al Betis? 
Ya no temo aunque vinieras unido con el Ebro, y el gran Duero y el 
aurífero Tajo. 
Oh Deucalion, solo temeré tus tiempos (el   diluvio); pero entonces 
diré: 
No ha sido la ira del Betis sino la de Júpiter”. (…) 
Oh Hispalis, gloria de España y prenda 
segura del Rey que te dio el nombre. 
¿A que amontonar improperios sin motivo? Nunca son tus daños culpa mía. 
Y me llamas tres veces duro, cuando mis márgenes están llenas 
de dones: nadie puede ser más inofensivo.
Dicesme que corro por lugares y tierras tuyas: sabete (si lo 
ignoras) que esta tierra no fue tuya, sino mía. Por esta esponjosa 
arena me extendía yo otras veces, en los tiempos en que aquí no 
había habitantes. 
Yo cultivé primero 
estos campos con mi espaciosos margen: por
estos lugares extendí antes mis brazos. 
Lo que se construye en fundo ageno, perdido es, según las leyes, 
para el que lo edifica. 
Alcides pudo levantar más lejos la  ciudad. Y así estaría libre de 
mis  males. 
Antes bien, yo si que tengo motivos para quejarme. Que siempre 
fuiste culpa principal de mis daños. 
Estrechas mis orillas en angosto límite, y ahora, ya lo ves, me 
haces ir por otros caminos. 
Si fueras mi amiga debiste levantar tus muros y conocerme solo 
como apartado vecino. 
Te quejas de que he sumergido las lanchas pescadoras, y he 
causado mil perjuicios a tus moradores. 
¿Y por qué la loca juventud despreció mis iras, y los ímpetus que
 no  deben arrastrar ligeras barcas? 
Dices que estos no son más que  preludios, pequeños daños, Y me 
llamas sanguíneo y carnicero. Déjate pues de tanto denuesto contra un inofensivo, si algún 
don  recibes de un manso río. 
Déjate de condenar con tantas quejas a mis aguas. Que por un 
perjuicio te  devuelven mil ventajas. 
Yo soy causa de que llegue a ti la anunciadora de las cosas: la 
fama empujada por las inmensas vías del aire. 
Mira cuantas mercancías te viene por mis orillas, ya los
Venecianos y los Cimbros traerán sus regalos exquisitos. 
Mira cuantos fragantes aromas te  envían el Jucatan, cuantos la 
India, cuantas piedras preciosas criadas en la hueca concha. 
Añade que mi torcida marcha te proporciona un puerto para 
innumerables naves, de donde te resulta un gran honor. 
Público es que cuando comenzó a correr el marinero, de aquí 
tuvieron su principio las auríferas naves. 
Ni callaré las delicias que te resultan de los peces, y la hermosura que  
prestan los ríos. 
Yo te proporciono todo esto junto;  dones que habían de 
negarse a los demás ríos de Hesperia. 
Muchas más ventajas pudiera contarte; pero callo, porque son de 
mil modos conocidas. 
Llega la Primavera y se juntan los  jóvenes alegres y las 
placenteras  muchachas, mientras el aura dulce mueve la
pequeña barca. 
Suben con ellos Baco y la alma Ceres, Phebo e Io cantan. Suenan 
mil instrumentos. 
Otra melodía música suena en las   orillas: La armoniosa flauta 
canta dulcemente en las hojas. 
El joven Theicio suele también mover su plectro y la musa canta
mil composiciones. 
Pudiera contar otros dulcísimos gozes, pero callo porque son 
conocidos de todos. 
Pensé en un principio ahogarte en un diluvio de aguas y destruir
todas tus casas.
Pero me ha hecho tu amigo el Conde de Osorno, porque los dos
somos servidores de un mismo dueño.
Porque no hay Príncipe más instruido que él, ni tú encontrarás
jamás quien te gobierne con más justicia.
No temas; él te guarda en tranquila paz: la paz sea contigo, no
temas.
Perdóname, pues, que soy inofensivo, no tengas las entrañas
duras: Seré tu amigo fiel en todo tiempo.
Alégrese nuestro pueblo; veamos ya tiempos prósperos. Otros
mejores darán los Dioses”.

Bibliografía:
de Borja Palomo, F. Historia crítica de las riadas de Sevilla I.
  

                   INUNDACIONES Y SEQUÍAS EN EL SIGLO XVII

Las riadas en Sevilla siguieron siendo una constante hasta bien entrado el siglo XX. Por lo que el siglo XVII no fue una excepción. En 1604 tuvo  lugar una gran inundación llamada de Santo Tomás que llevó al ingeniero Mayor de España, Tiburcio Espanoqui a redactar un documento sobre las obras necesarias para salvar la ciudad de los embates del río. Estas obras de reformas urgentes a cargo de Juan de Oviedo consistieron en desagües por husillos.
En 1608, según el tomo III de las  Memorias eclesiásticas y seculares de la M. N. y M. L. ciudad de Sevilla,  consultada por Julio Borja Palomo, “el 21 de marzo a las dos de la tarde hubo una gran tempestad y tormenta de viento y agua. Hizo pedazos la puente y arruinó la estacada de ella y la volvió lo de abajo arriba y arrancó del Castillo de Triana cinco almenas y las arrojó sobre la puente e   hizo otros destrozos notables”
Años más tarde, en 1618 se produjo la riada llamada de San Gregorio que arruinó el Castillo de San Jorge y afectó al caserío de Triana.
La avenida de 1626 fue tan grande que el río se convirtió en un mar sembrando la desolación,  dando a ese año el nombre del “año del diluvio”. El agua entró por la Puerta del Arenal y por diversos husillos, provocando que más de las dos terceras partes de la ciudad quedaran anegadas y el nivel de la aguas alcanzó el altar mayor de Santa Ana y dos gradas de la Catedral. Se perdió todo y de nada sirvió llevar en procesión el “Lignum Crucis” a lo alto de la Giralda.
Borja Palomo recoge en su obra Historia crítica de las riadas de Sevilla que “salvada Sevilla milagrosamente de su total ruina que vio tan cercana con la inundación de 1626, trataron sus administradores y representantes de reparar en lo posible los daños experimentados y prevenirse para otros de la misma índole en lo futuro, inquiriendo al efecto las causas de aquel funesto accidente y su oportuno remedio (…) las opiniones de los consultados fueron diversas: unos creían que el río se entró en la ciudad porque estaba azolvado levantando mucho sus aguas, por lo que convenía limpiarlo; estimaban otros preferible que se abriese un  canal y nueva madre: quienes eran de parecer que para asegurarse de nuevos daños bastaba con reparar los muros de la ciudad fortaleciéndolos donde hubiesen quedado débiles y modificando el sistema de husillos.” Para afrontar estas obras el Consejo Supremo de Castilla en nombre del Rey ordenó al Cabildo de la ciudad recaudar una contribución extraordinaria sobre las fincas urbanas que pagarían todos sus poseedores sin excepción de clases ni estados. El Cabildo catedralicio alegó la inmunidad de la Iglesia en hacer contribuciones civiles a lo que se le respondió que en el caso de que se trataba no cabía excepción alguna y que nunca podía tener más santa aplicación una parte de las rentas de aquellas fincas.
La riada de 1633 está documentada en las Memorias Sevillanas de Diego Ignacio de Góngora y, Ortíz de Zúñiga se refiere a este año como “muy molesto de aguas y enfermedades”.
En el año 1642 “la furiosa avenida del Guadalquivir en el mes primero, excedió mucho a la de 1626” según un testimonio de un testigo presencial haciendo alusión a que, a pesar de que gracias a  las defensas con las que ya contaba la ciudad la inundación hizo menor daño, “en el interior de la ciudad las aguas estuvieron constantemente en un estado durante 10 días, cinco días más que en la de 1626”,                    
 En 1649 se produjo otra gran inundación que influyó en el desarrollo  de la gran epidemia de peste que asoló Sevilla y se cobró la vida de unas 200.000 personas, cantidad muy superior a la que esa misma  enfermedad había afectado en otras ciudades como Málaga donde murieron 20.000 personas o Murcia con 26.000 fallecidos.
1683 y 1684 también fueron años de importantes riadas. “Inundáronse más de dos terceras partes de la  ciudad, no sólo con la muchísima agua llovediza que no podía salir por lo husillos cerrados, sino por la que brotaba al suelo y por los cimientos de los edificios (…) El Guadalquivir arrastró desde Córdoba dos maderos enormes que aquí se detuvieron junto a la puerta de Jerez y luego se supo que procedían del puente de aquella ciudad, cuyos arcos aunque de piedra, los había roto la corriente. (…) y en los primeros temporales de diciembre derribó el huracán la palma de la Giralda, rompiendo los dedos de la estatua”.
Y los años 1691, 1692 y 1697 fueron los últimos del siglo XVII constatados por su importancia en documentos en los que la ciudad de Sevilla volvió a verse anegada por las aguas.


                          LAS INUNDACIONES DEL SIGLO XVIII

Detalle de la Sevilla del siglo XVIII. Grabado de Pedro Tortorelo a raíz de la visita de Felipe V en 1729. FOCUS ABENGOA

El siglo XVIII tampoco se libró de importantes riadas que provocaron epidemias y enfermedades sobre todo en  la población más vulnerable, aquella cuyas viviendas eran más pobres o estaban ubicadas en los lugares más inundables de la ciudad.
De las riadas de los años 1707, 1708, 1709, 1731, 1736, 1739, 1740, 1745, 1750, 1751, 1752, 1758, 1777, 1778, 1783, 1784, 1786, 1787, 1789, 1792 y 1796  tenemos constancia en diferentes documentos de la época según    recopila el historiador Francisco Borja Palomo en su obra “Riadas o grandes avenidas del Guadalquivir” y en todas ellas, como en las anteriores, se repiten las mismas      dramáticas escenas. La inundación de 1707 fue una de las mayores de este siglo. “Desde principios de    diciembre llovió casi continuamente hasta el tres de marzo. Hubo más de doce avenidas del rio y las aguas llegaron hasta la punta de la calle de la Campana que entra en la de Sierpes y desde allí se iba  embarcado por el Duque, calles de la Gavidia, de Capuchinas, de San Lorenzo y Alameda (…). En esta ocasión el río se salió de madre a   principios de enero y no volvió a su cauce hasta abril. (…) Quedaron maltratadas más de 500 casas y en el barrio de San Vicente y San Francisco de Paula se hundieron por medio dos calles (…) A esta época corresponde un proyecto para la ejecución de ciertas obras en el Guadalquivir que mejorasen sus condiciones y libraran a la    ciudad de los daños de las avenidas, dirigido por Matías de Figueroa, hijo y padre de arquitectos y que fue Maestro Mayor de obras del Cabildo sevillano (…)
Tras la riada de 1752 se avivaron las instancias al Gobierno para que se activase el expediente sobre las obras que debían ejecutarse en varios sitios del Guadalquivir, ya aprobadas por el Monarca a consulta del Consejo de Castilla y se logró que se iniciasen al terminar la primavera de 1753 empezando por la punta de la Barqueta y Patín de las Damas, según el antiguo proyecto del ingeniero general Marqués de Berbon, ya en parte modificado y mucho más después por el ilustre marino Antonio de Ulloa. (…) Esta obra hacía cerca de cien años que se deseaba y se agradeció que el Rey hubiera dispuesto anticipar a Sevilla de Rentas reales las sumas que fueran necesarias para reintegrarlas después con los Arbitrios. (…)”.
Las obras finalizaron en 1755 no sin disputas en torno a las dificultades que ofreció el corte de la       Muralla y las medidas que debían adoptarse llevando al ingeniero   encargado de la obra a ser suspendido y sustituido por un ingeniero de Cádiz.
La realización del proyecto definitivo de defensas que habían de salvar a Sevilla del frecuente peligro a que la exponían las avenidas del Guadalquivir estuvo a cargo de Antonio Ulloa en 1777 y lo primero que emprendió fue la prolongación de los husillos o alcantarillas para ayudar al desagüe de los terrenos.
“Las inundaciones de 1784 y 1785 llevaron al Asistente Pedro López de Lerena a construir un malecón escalonado para proteger la muralla en el flanco del antiguo Arenal. La riada de 1787 sirvió para que el Ayuntamiento encomendase al arquitecto Félix Caraza la construcción del murallón ribereño entre el puente y la iglesia de Santa Ana lo que evitó que las riadas penetrasen, facilitando el embarque con las dos rampas ajenas.
Las posteriores riadas de 1789 y 1792 propiciaron el establecimiento de atahonas en la Plaza del Pumarejo para no depender del   suministro con los siguientes encarecimientos. La riada de 1797 en la que intervinieron el Guadaira y el Tagarete se palió algo gracias al  reciente corte de la Merlina, pero anegó todos los barrios del exterior: San Bernardo, Tablada, Tabladilla, zona del convento del Pópulo. Las aguas entraron por las Puertas de Jerez, Córdoba y Sol, el barrio de Triana y la Cartuja sufrieron      grandes daños y el corte de Merlina se vio ensanchado por las aguas. Fue ésta la más grave de todas las riadas del siglo XVIII.”


LAS INUNDACIONES DEL SIGLO XIX

Grabado del Archivo de Indias que muestra el aspecto que tenía en el siglo XIX la zona donde fue construido el muelle de Nueva York en 1905.

Durante el siglo XIX Sevilla sufrió el mayor número de inundaciones recogidas en documentos, alcanzando el número de 42 hasta el año 1881. En 1802, las lluvias comenzaron a  primeros de octubre y en diciembre hicieron falta rogativas públicas para pedir su cese. El 24 y 25 de enero de 1804 tuvieron lugar nuevas rogativas ya que el río creció 15 pies sobre su nivel, reventando al mismo tiempo el Guadaíra,  anegándose Tablada, el Prado de San Sebastián y convirtiéndose la Alameda en una enorme laguna. Otras riadas ocurrieron en 1805 y  1806, mientras que de 1810 a 1816 las inundaciones fueron de escasa  importancia. La ocurrida en 1821 llevó a que Secretario de la Corporación Municipal obligara durante algunos días a los panaderos, cuyos hornos en sitios altos no se inhabilitaron con las aguas interiores,  a que labrasen doble numero de hogazas del que   tenían costumbre para evitar que subiera el precio del pan.
Y los años 1823, 1829, 1830, 1831, 1832, 1838, 1839, 1840, 1841, 1843, 1844, 1845, 1846, 1852, 1853, 1855, 1856, 1858, 1860, 1861, 1862, 1865, 1866, 1867, 1869, 1871, 1872, 1876  y 1881 también fueron años de riadas,    siendo las más significativas las de 1876 y 1881.
La de 1876 provocó la inundación de dos terceras partes de la ciudad y la creación de una Comisión para estudiar el estado en el que se encontraban las defensas de la ciudad. El barrio de Triana fue objeto de un minucioso estudio contra las inundaciones realizado por el ingeniero de la Junta de Obras del Puerto, Jaime Font, quien redactó un proyecto de  defensa del trozo del margen derecho del   Guadalquivir comprendido entre el puente de Triana y la Huerta de los Muñones. En él se proponía la construcción de un macizo de escollera desde el Puente hasta la Parroquia de la O, previniendo en la parte      restante el establecimiento de espigones o diques transversales.
Esta inundación fue comunicada a las autoridades por telégrafo desde      Peñaflor en la noche del 4 de diciembre con un telegrama en el que se   informaba de que, de súbito, el río  había crecido cinco metros sobre su nivel, dos más en la mañana siguiente y otros dos por la noche y que continuaba el ascenso de las aguas. El 7 de enero las aguas alcanzaban ya los 11 metros sobre el nivel ordinario del río y se temía que las aguas pudieran destruir por algún punto el terraplén paralelo a su orilla sobre el que asentaba la fía férrea a Córdoba, única defensa que había quedado a la ciudad desde que se demolieran las murallas, que en muchas ocasiones, a pesar de estar construidas de solidísima argamasa, las aguas abrieron brecha o se filtraron si en gran cantidad y por tiempo no breve habían chocado contra ellas. ¿Cabía comparación entre la fortaleza de una y otra obra? Y si sobrevenía aquel probable acontecimiento, no existiendo ya la muralla, ¿qué podía hacerse? Nada, dicen las crónicas, o encomendarse a Dios si se era creyente. La pequeña brecha que a las tres de la tarde     había abierto en el terraplén de la vía férrea por el km 129, antes del ex convento de San Gerónimo y frente al extremo del Hospital central, la corriente del Guadalquivir que chocaba furiosamente formando ángulo, pronto tomó grandes dimensiones hasta alcanzar, en poco más de una hora, 72 metros por el lado del río y 52 por el de tierra, precipitándose por ella la inmensa mole de agua, inundando en pocos momentos la ciudad hasta el malecón que desde la fachada principal del Hospital  seguía hasta la Trinidad, haciendo inútiles los esfuerzos  de ingenieros y arquitectos civiles y militares para oponer resistencia en los puntos de mayor riesgo.
Tras la inundación de 1881 Juan Talavera y de la Vega presentó un proyecto que significó el primer planteamiento moderno y global de defensa de la ciudad, pero con algunas deficiencias que, caracterizaron con consecuencias muy graves, el sistema defensivo que finalmente se adoptaría en la primera mitad del siglo XX. El proyecto planteaba la solución de    defensa de la ciudad mediante la elevación de la rasante de la ciudad en los sectores inundados. Entre tanto se adoptaban medidas provisionales, como la desviación del arroyo Tagarete, desde la Fuente del Arzobispohasta unirse con el arroyo Tamarguillo, la construcción de un dique de  tierra entre la Fuente del Arzobispo y la Venta de la Concepción al Norte y la construcción de un segundo dique entre Ranilla y Eritaña. La defensa en el frente occidental exigía por su parte, la construcción de un paseo elevado desde el Puente de Isabel II hasta el paseo de Cristina. 
Bibliografía:
de Borja Palomo, F. Historia crítica de las riadas de Sevilla I. 
Ferrand, L. y Rodríguez, M. Sevilla y el  río Guadalquivir. 


LAS INUNDACIONES DEL SIGLO XX


La gran inundación de 1961
A las inundaciones que ha sufrido la ciudad de Sevilla les hemos dedicado varios capítulos, pero nos quedaba   detenernos en la gran avenida de 1961 que significó el gran revulsivo  para que las autoridades locales y nacionales tomaran conciencia de la necesidad de solucionar definitivamente este recurrente y peligroso  problema. Esta última gran inundación también supuso el inicio de la  renovación urbana de la ciudad, con la aparición de nuevas y extensas barriadas extramuros y como consecuencia la desaparición de una buena parte del caserío sevillano más tradicional.
El 25 de noviembre de 1961 a las  cuatro menos cuarto de la tarde comenzó a llover de tal manera que el cauce del Tamarguillo fue aumentando desmesuradamente hasta su desbordamiento, rompiendo su muro de contención en una longitud de 50 metros en su cruce con la autopista de San Pablo, provocando que la fuerte tromba de agua anegara un tercio total de la ciudad.
Los 300 litros por metro cuadrado que cayeron en escasos días provocaron esa ruptura de las defensas del arroyo Tamarguillo dando lugar a esta gran riada que afectó a uno de cada cuatro sevillanos/as; las aguas inundaron 4.172 viviendas; destruyeron 1.603 chabolas, dañaron gravemente 1.228 edificios y dejaron sin hogar a 30.176 personas de las que 11.744 fueron evacuadas a los primeros refugios de urgencia.
Según el boletín de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Sevilla,  Información Económica, en su número de Noviembre-Diciembre de 1961: “Las aguas, en volumen aproximado de 4.000.000 m3 se precipitaron sobre la capital por diversos sectores, inundando rápidamente una superficie de 552 hectáreas, en la margen izquierda del Guadalquivir, afectando en mayor o menor grado a 150.000 habitantes, con altura de tres y cuatro metros en algunos sectores. Los barrios de La Corza, Fontanal,  Árbol Gordo, San José Obrero, San  Bernardo y todo el Norte de la ciudad desde la Ronda de Capuchinos y Macarena hasta Plaza del Duque y La Campana, y por el sur desde Menéndez Pelayo, Prado de San  Sebastián, Parque de María, hasta la avenida Queipo de Llano fueron inundados aparte de otros pequeños sectores del Cerro del Águila y  Porvenir”.
A medida que se iban conociendo informes sobre las consecuencias de la riada, cundía más la alarma entre las autoridades locales y hacía necesaria la intervención del Gobierno de la nación, pero fue la población civil la primera en reaccionar de forma espontánea y masiva en favor de los damnificados: repartiendo comida, ropa, atendiendo a niños, enfermos y ancianos, procurando mantas y medicinas y sobre todo, aliento y esperanza en tal terrible situación. Pronto esta solidaridad se extendería a diferentes ciudades de España aumentando, a medida que se iba conociendo, las verdaderas dimensiones de la  tragedia.
Organizaciones religiosas, ejercito y autoridades políticas también tomaron conciencia de la necesaria implicación en el desastre poniéndose en marcha todo tipo de medidas urgentes. El  ejercito trabajó día y noche bajo la persistente lluvia, para taponar la brecha abierta en el muro de contención, colocando gaviones y sacos terreros para reducir el cauce desbordado. El Ministerio de la Vivienda envío 200 ajuares completos (camas, colchones, aparadores, alacenas, sillas, etc) y el Instituto   Nacional de la Vivienda asignó 150 viviendas a los damnificados y aceleró la construcción de 2.000   alojamientos provisionales: las “casitas bajas” del Polígono San Pablo y, el Consejo de Ministros anunció la construcción    urgente de 4.000 viviendas también en el  Polígono San Pablo donde fueron alojadas gran parte de los  ocupantes de las “casitas bajas”.
El mismo 25 de noviembre, pocas  horas después de producirse la   inundación, el Ayuntamiento de  Sevilla  creó una Comisión de Emergencia con la finalidad primera de buscar locales y edificios,  tenidos por seguros, para convertirlos en improvisados refugios: colegios, iglesias, edificios en construcción y soportales. Durante muchos años estos refugios fueron conocidos popularmente como “Purgatorios” al ser lugares que obligatoriamente habían de ocupar las familias antes de acceder a una vivienda social.
Y a todo esto hubo que sumarle el desgraciado accidente aéreo enmarcado en la Operación Clavel. El famoso locutor de Radio España, Boby Deglané lideró una campaña de ayuda desde las ondas que se tradujo en una caravana de 142 camiones, 150 turismos y 82 motos que, desde Madrid,  transportaron alimentos, enseres y juguetes para las personas afectadas. A su llegada a Sevilla, el 19 de diciembre, en el marco de una expectación enorme, la avioneta que acompañaba a la caravana realizó un vuelo rasante sobre la multitud presumiblemente para tomar fotografías y se enredó en unos cables de alta tensión,  precipitándose contra el público, provocando la muerte a 20 personas,  más de 100 heridos y una importante  repercusión mediática.
La riada de 1961 conllevó la aparición de suburbios y refugios y el trasvase de población de unas zonas a otras de la ciudad, resquebrajando las estructuras sociales y mentales de la población y propiciando importantes cambios sociológicos en la sociedad sevillana. Aquel 25 de noviembre nació la Sevilla de las últimas décadas del siglo XX con la transformación de las bases tradicionales de la ciudad, económicas y sociales, políticas y religiosas. Comenzó un nuevo tiempo y fueron, una vez más, el Guadalquivir y sus arroyos, los responsables de la transformación global de la ciudad. 

Bibliografía:
Castillo Guerrero, M. (2013) Sevilla y el Tamarguillo: Las medidas urbanísticas de urgencia cincuenta años después, ESPACIO Y TIEMPO, Revista de Ciencias Humanas, (27),  51-74.



Comentarios

  1. Gran articulo extenso , completo e iluminador. Me gustaria conocer a su autor real ya que estoy interesado en estos temas de la gestion del agua a traves de la historia.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario