Creta II: Cuaderno de bitácora

Día 7. 11.00 horas. La isla de Creta atesora playas escondidas entre la montaña, y una de ellas está de camino a Zorba beach, la misma que debe su nombre al protagonista de la película de Michael Cacoyannies, basada en la obra de Nikos Katzanzakis y protagonizada por Anthony Quinn.

La playa de Agia Onoufrios está especialmente preparada para abuelitos aventureros, pero en cualquier caso abuelitos. Una cala pequeña y tranquila que se ofrece a la pesca y al baño bajo la atenta mirada del socorrista. Una familia de ocas deambula tranquila a la espera de la generosidad alimentaria de algún visitante, mientras un caravanista de barba blanca y cuerpo tatuado coloca los vientos de su carpa.

La playa en la que se rodó en 1964 la película "Zorba el griego", y en la que aún continúa el cartel de Anthony Quinn, es un lugar paradisíaco, no por su posibilidad de baño, que es reducida y carece de mar abierto, sino por el océano salvaje que habita tras las rocas de arenisca erosionadas por el agua y el viento. La majestuosa montaña que protege la playa convierte el lugar en un espacio idílico, que sin embargo, por estar anunciado en infinidad de guías pierde el encanto al llenarse de turistas. No obstante, es hermosa como los lirios blancos que asoman de entre la arena. Lirios como aquellos que coronaban la diadema del joven atleta al que Arthur Evans creyó príncipe.

13:00 horas. La playa de Loutraki, también en la península de Akrotiri, se esconde entre el cielo y la montaña. Recortada y secreta se llena de bañistas locales y extranjeros que encuentran en ese paraje lleno de pinos, olivos y algarrobos, la pausa del tiempo que nos consume. 

19:00 horas. El mar enfurece en Chalepa. Las olas galopan desde el horizonte rompiendo sobre las rocas en un océano de espuma maciza que se retira para volver a golpear. 

La noche cae sobre el recortado perfil del faro de Chania y la tenue luz de las farolas amaina el temporal.

Día 8. 9:00 horas. 139 kilómetros nos separan de la inspiración romántica de este viaje. El Palacio de Cnossos está en Heraclion, capital de Creta puerto principal de la isla. 

11:00 horas. El párking está completo. Autobuses y coches se agolpan para desprenderse de sus ocupantes dispuestos a invadir el Palacio como antaño lo hicieran los aqueos, micénicos y dorios.

El laberinto que nunca existió más que en la mente del inventor del mito, es hoy real. Las ruinas del mayor esplendor de la antiguedad de Europa se diseminan en lo alto de la cima sobre la que se divisa la cordillera que albergó la devoción a la Diosa. La ritualidad, la ceremonia y la sofisticación de aquel pueblo, respetuoso con la naturaleza y cuyos muchos de sus santuarios se ubicaban en cuevas, se encuentra encerrado en el Museo de Heraclion. Pero gracias a ello y al descubrimiento del posterior e injustamente denostado Sir Arthur Evans, se conoce aquella cultura que pudo ser matriarcal y que oculta, en los detalles, las diferencias que mantuvo con los pueblos que la invadieron después.

El pueblo minoico encontró en el toro, su tótem, su alimento y su instrumento de consagración, por lo que la forma de su cornamenta se extrapoló al hacha de doble filo o "labris" con la que se realizaban los sacrificios de reses a la Diosa, confluyendo símbolo y divinidad.

Por ello, entre los objetos encontrados en los yacimientos arqueológicos de la época minoica se encuentran decenas de hachas dobles con fines litúrgicos, decenas de esculturas de toros de diferentes tamaños, decenas de estatuillas femeninas oferentes y en los remates de sus edificios está presente la forma de la cornamenta del toro.

El pueblo minoico no era guerrero por lo que sería extraño que Atenas le debiera tributo. Sin embargo, era eminentemente comercial y Atenas uno de sus principales destinos, por lo que los jóvenes que cada 9 años llegaban a la isla, coincidiendo con la renovación del título de Minos, pudieron ser un regalo de Atenas o su representación atlética para la competición del salto del toro, costumbre habitual en los momento ceremoniales. Y muchos de aquellos jóvenes atenienses, poco experimentados en ese arriesgado deporte, pudieron morir durante las exhibiciones y no en las fauces de un monstruo propio de un relato patriarcal que imagina a Pasifae enamorada de un toro blanco y pariendo a un monstruo después.

No ocurrió que Minos se negara a sacrificar al mejor de sus toros al dios del patriarcado ya instalado en Creta. Es que su pueblo matriarcal se resistió a la invasión de los aqueos y de su religión androcéntrica. Y por ello el mito inventa que una mujer, la princesa Ariadna, traiciona a su propio padre, Minos, ayudando a Teseo a escapar, y otra mujer, la reina Pasifae, traiciona a su propio marido, ayudando a Dédalo y a Ícaro a volar.

No hubo un laberinto, ni un minotauro encerrado, sino una señora del hacha doble en un palacio de 20.000 metros cuadrados con 1000 habitaciones, talleres de artesanos, agua corriente, alcantarillado y lugares hermosamente decorados para la liturgia.

No hubo un rey tirano que encarceló a su hechicero junto a su hijo muerto hasta que lo resucitara. Un rey despiadado que castigó al mejor de sus arquitectos arrebatándole la libertad. Sino una realeza gobernada por mujeres, cuya deidad era femenina y su culto estaba a cargo de sacerdotisas.

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