Fastos y nefastos


El carro de heno de El Bosco

Y tras los idus de marzo llegaron los fastos y nefastos que nadie imaginaría: una presidencia y una pandemia mundial. De nuevo un gobierno socialista en España avivó las esperanzas del final de la contrarreforma en la que, desde hacía años, estábamos inmersos, pero el covid abrió un doloroso paréntesis que postergó todos los avances que esperábamos. Nos pilló desprevenidos, como despistados nos suele coger un imprevisto o un accidente y, cuando empezábamos a remontar la inesperada situación, un volcán entró en erupción, sin ser una figura retórica, sino una realidad que atizó a la isla de La Palma y nos mantuvo pegados al televisor. Las noticias empezaron a alternar los índices de contagios de la pandemia con las imágenes de una lava que recorría laderas y amenazaba con llegar al mar, acostumbrándonos a lo inimaginable: presenciar a tiempo real la desaparición de pueblos bajo la negra lluvia de ceniza volcánica.

Pero los nefastos aún nos deparaban mayores sorpresas y cuando sufríamos el precio de la luz más alto de la historia y la amenaza de una inminente sequía se desató una guerra que tampoco fue literaria sino real y trágica sobre la población de Ucrania que ya conocía su devastación por los años de lucha en los territorios del Donbás.

Si los años veinte del pasado siglo duraron felices hasta la gran depresión del 29, los de este tercer milenio a penas si han durado un segundo. Entre nefasto y nefasto, los fastos han pasado de puntillas dejando a la economía, a la sociedad y por ende al Gobierno al borde de un precipicio incomprendido y utilizado con malas artes, en beneficio partidista.

No obstante, sólo estamos al principio, por lo que ojalá el resto de años veinte que nos restan, nos traigan  sorpresas, igual de inesperadas, pero halagüeñas.

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