La leyenda de la ciudad sin nombre

 


Las tradiciones perduran en el tiempo porque nos empeñamos en repetirlas y, a fuerza de reiteración, un gesto sencillo puede convertirse en costumbre centenaria.

La celebración de la navidad ya sea en su forma religiosa o laica cuenta con hitos memorables que han sido los que le han conferido el carácter que le conocemos hoy. La tradición de introducir un abeto verde en los hogares se remonta a nuestros vecinos nórdicos, que fusionados con nuestros antepasados celtas llegaron a Roma y con ellos, sus costumbres. El acebo, la hiedra, los árboles de hoja caduca, las velas encendidas, las antorchas y los festines se mezclaron con los aires de la primigenia civilización  mediterránea y, regresaron.

Del siglo XII español conocemos el auto de los Reyes Magos, un texto dramático para representar, en el que ya aparecen los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar en castellano antiguo y que se encuentra actualmente en la Biblioteca Nacional.

Del siglo XVIII procede la tradición de origen italiana de poner figuritas de cerámica representando el nacimiento del niño Jesús y de principios del siglo XX la costumbre de tomar doce uvas en España, después de que en Almería los agricultores lograron una variedad tardía que se cultivaba en diciembre y era necesario popularizarla.

La noche del 5 de enero, durante mi infancia, fue la noche en la que cenábamos el rosco de reyes y nos encaminábamos pronto a la cama a la espera de la mágica llegada de los Reyes. Pero esa noche, a la que con los años le sumé mi propia familia, adquirió una original costumbre que hoy por hoy nos resulta ya milenaria. La película La leyenda de la ciudad sin nombre junto al rosco de Reyes es nuestra tradición antes de poner los zapatos delante de la chimenea y unos mendrugos de pan para los camellos.

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