JOKER


 
Las expectativas que crearon los productores de Joker, esperando que su película fuera de las de mayor recaudación de este otoño, no defraudan. Joker es un magnífico largometraje que, alejado de la comercial y taquillera saga de Batman, prefiere optar por el género psicológico-intimista más propio del cine europeo.

No es casualidad que Arthur Fleck  sea fruto de una sociedad cada vez más deshumanizada y Gotham la máxima expresión de ese mundo que abandona a su suerte a los más débiles y vulnerables.

Con el fondo de la creación de uno de los más populares archivillanos del cine, su director Todd Phillip, coguionista junto a Scott Silver, aprovecha la ocasión para repartir estopa. Los políticos, las estrellas del pseudo-periodismo televisivo y los jóvenes ejecutivos que se quieren comer el mundo, son el objetivo de sus torpedos, en una trama en la que ni sobra ni falta nada.

La risa de Arthur Fleck, que alcanzará cota de protagonista en este film y se convertirá en la mayor característica del villano, es una alegoría. No hay risa en ese mundo gris que el director nos plasma entre el verde y el azul de un intenso desasosiego que impregna toda la película. No hay risa ante la desigualdad social de Gotham, que pretendidamente nos conduce a los actuales escenarios políticos. No hay risa en las revueltas sociales que protagonizan las tragedias del mundo que se dice civilizado. Incluso, la propia mente trastornada del protagonista, interpretado por Joaquín Phoenix con una genial maestría, es también una alegoría, bajo la que se oculta un establishmen perturbado.

El alma de Arthur Fleck bailará al son de violonchelos y contrabajos que, alternados con duros instrumentos de metal, nos desgranan cada uno de los motivos por los que nace el monstruo, con el que paradójicamente, empatizamos desde el principio.

Joker es una película de un solo actor, un monólogo que azuza las tripas del público y deja al resto de actores como Robert de Niro o Zazie Beetz auténticos papeles de comparsa, excusas o coartadas para que Phoenix brille. Dos horas en las que apenas pasa nada y, en las que contradiciendo al mismo Cronos, se suceden en un segundo.

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